Cuando el amor duele: Mi miedo a dejar a Mariana
—¿De verdad vas a dejarme? —La voz de Mariana temblaba, sus ojos hinchados de tanto llorar. El reloj marcaba las dos de la madrugada y la casa estaba en silencio, salvo por el eco de su pregunta.
Me quedé parado en medio de la sala, con las llaves del carro en la mano, sintiendo que el aire se volvía más denso con cada segundo. Afuera, los perros del vecino ladraban y la lluvia golpeaba el techo de lámina. Yo tenía treinta y cinco años y, hasta hace poco, creía que mi vida era como debía ser: trabajo estable en una oficina de seguros en Monterrey, una esposa cariñosa, una casa modesta pero propia. Pero ahora, todo eso me parecía una mentira.
Mariana y yo nos conocimos en la universidad. Ella era la chica risueña que organizaba las rifas para recaudar fondos y yo el tipo callado que prefería sentarse al fondo del salón. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno es joven y cree que el amor todo lo puede. Nos casamos a los veintiséis, rodeados de nuestras familias: mi mamá llorando de emoción, su papá dándome palmadas en la espalda y diciendo que ahora tenía una hija más.
Al principio todo era sencillo. Mariana cocinaba su famoso mole los domingos y yo arreglaba cualquier cosa que se descomponía en la casa. Pero con los años, las cosas cambiaron. Mariana dejó su trabajo para cuidar a su mamá enferma y después ya no volvió a buscar otro. Empezó a depender de mí para todo: para pagar las cuentas, para tomar decisiones, hasta para elegir qué ver en la tele. Yo sentía el peso de esa responsabilidad cada día más fuerte.
—No sé si puedo seguir así —le dije esa noche, mi voz apenas un susurro.
Ella se tapó la cara con las manos y sollozó aún más fuerte. Sentí una punzada de culpa tan grande que me dieron ganas de abrazarla y decirle que todo iba a estar bien, pero ya no podía mentirle ni mentirme a mí mismo.
Mi familia nunca supo lo que pasaba puertas adentro. Para ellos, Mariana era la nuera perfecta: siempre atenta, siempre dispuesta a ayudar en las fiestas familiares. Pero nadie veía cómo me miraba cuando llegaba tarde del trabajo o cómo me reclamaba si salía con mis amigos del fútbol los viernes por la noche.
—¿Y si te pasa algo? ¿Y si no puedo sola? —me preguntó Mariana una vez, cuando le mencioné por primera vez la idea del divorcio.
No supe qué responderle. En México, todavía pesa mucho eso de «el matrimonio es para siempre». Mi mamá me lo repitió mil veces: «Uno no se divorcia nomás porque sí, hijo». Pero yo sentía que me ahogaba.
Las discusiones se volvieron rutina. Mariana empezó a revisar mi celular, a llamarme cada hora cuando estaba fuera. Yo me volví más frío, más distante. A veces me quedaba en el carro afuera de la casa solo para no entrar y enfrentar otra pelea.
Un día, mi hermana Lucía vino a visitarnos. Notó el ambiente tenso y me llevó aparte:
—¿Qué te pasa? Ya ni pareces tú —me dijo.
Le conté todo entre susurros: mi miedo a dejar a Mariana sola, mi culpa por querer ser libre, mi temor al qué dirán. Lucía me abrazó fuerte.
—No puedes vivir tu vida por miedo o por lástima —me dijo—. Mariana tiene que aprender a valerse por sí misma. Tú también mereces ser feliz.
Pero ¿cómo hacerlo? En nuestra cultura, los hombres casi nunca hablan de sus emociones ni de sus miedos. Yo crecí viendo a mi papá aguantarse todo por mantener unida a la familia. ¿Sería yo un cobarde por querer algo diferente?
Esa noche soñé que estaba atrapado en una casa sin puertas ni ventanas. Desperté sudando frío. Mariana dormía a mi lado, abrazada a mi brazo como si temiera que me fuera a desvanecer en cualquier momento.
Pasaron semanas así. Un día, al llegar del trabajo, encontré a Mariana sentada en la cocina con una carta en las manos.
—¿Esto es lo que quieres? —me preguntó mostrando los papeles del divorcio que había encontrado en mi mochila.
No pude mentirle más.
—Sí —respondí con voz quebrada—. No quiero seguir lastimándonos.
Mariana rompió a llorar otra vez. Me dijo que no sabía hacer nada sola, que su mamá ya no estaba y que yo era todo lo que tenía. Sentí un nudo en la garganta tan grande que apenas podía respirar.
Esa noche dormimos en cuartos separados por primera vez en nueve años de matrimonio. Escuché su llanto hasta bien entrada la madrugada.
Los días siguientes fueron un infierno: llamadas de su familia reclamándome, mensajes de mi mamá diciéndome que recapacitara, amigos evitando el tema cuando nos veíamos. En el trabajo apenas podía concentrarme; todo el tiempo pensaba en Mariana y en si estaba haciendo lo correcto.
Pero también empecé a sentir algo nuevo: alivio. Por primera vez en años podía respirar sin sentirme culpable por existir. Empecé a salir solo al parque, a leer libros que había dejado olvidados, a reencontrarme con amigos que Mariana no soportaba.
Mariana empezó terapia con una psicóloga del DIF. Poco a poco dejó de llamarme cada hora. Un día me mandó un mensaje: «Estoy aprendiendo a estar sola. No te preocupes por mí».
Lloré al leerlo. No porque quisiera volver, sino porque entendí que ambos necesitábamos aprender a vivir sin depender del otro para ser felices.
Hoy escribo esto desde un pequeño departamento en el centro de Monterrey. A veces extraño los domingos de mole y las risas compartidas, pero sé que tomé la decisión correcta.
¿Hasta cuándo debemos cargar con culpas ajenas? ¿Cuándo es válido elegirnos a nosotros mismos sin sentirnos egoístas? Ojalá alguien allá afuera tenga una respuesta.