Cuando el amor llega en el peor momento

—¿A dónde vas, Mariana? —La voz de mi madre, apenas un susurro, me detuvo en seco cuando ya tenía la mano en la perilla de la puerta. Me giré, tragando el nudo en la garganta.

—Solo salgo un rato con las chicas, mamá. ¿Te traigo algo del mercado? —intenté sonar casual, pero el temblor en mis manos me delataba.

Ella cerró los ojos, como si hasta hablar le costara demasiado. —Anda, hija. Yo solo quiero dormir un poco —dijo, y supe que mentía. Sabía que me necesitaba, pero también sabía que yo necesitaba respirar.

Crecí en un barrio de Tegucigalpa donde las paredes escuchan y los vecinos juzgan. Desde que a mamá le diagnosticaron cáncer, mi vida se redujo a hospitales, farmacias y el olor a sopa de pollo. Papá se fue cuando yo tenía diez años; nunca volvió a llamar. Mi hermano menor, Luisito, apenas tiene catorce y ya aprendió a cocinar arroz y a poner inyecciones.

Esa tarde, mientras cruzaba la calle con mis amigas, sentí una culpa tan pesada que casi me devolví. Pero entonces lo vi: Diego, el hijo del nuevo carnicero. Moreno, alto, con una sonrisa que parecía prometerme otro mundo. Me saludó con la mano y yo sentí que el corazón se me salía del pecho.

—¿Y esa sonrisa, Mariana? —se burló Ana, mi mejor amiga.

—Nada, solo estoy feliz de salir un rato —mentí, porque no podía decirles que Diego me había invitado a tomar un café después del trabajo.

Esa tarde fue la primera vez en meses que me sentí viva. Diego me escuchó hablar de mamá, de Luisito, de mis sueños truncados por la enfermedad y la pobreza. Él me contó que también cuidaba a su abuela enferma y que soñaba con estudiar medicina.

—A veces siento que la vida se me va esperando a que todo mejore —le confesé.

—No tienes que esperar para vivir —me respondió, tomándome la mano.

Volví a casa tarde y encontré a Luisito dormido en el sofá, con los libros abiertos y la televisión encendida. Mamá seguía en su cuarto. Me acerqué despacio y vi que respiraba tranquila. Me senté a su lado y lloré en silencio. ¿Era tan egoísta por querer algo para mí?

Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y pequeños escapes con Diego. Cada vez que salía sentía los ojos de los vecinos clavados en mi espalda. Mi tía Rosa vino una tarde y me encontró arreglándome frente al espejo.

—¿Y tú para dónde vas tan arreglada? —preguntó con ese tono ácido que siempre usaba.

—Solo voy a dar una vuelta —respondí sin mirarla.

—Tu madre se está muriendo y tú pensando en novios —escupió las palabras como veneno.

Me quedé helada. Quise gritarle que no era justo, que yo también tenía derecho a ser feliz, pero solo bajé la cabeza.

Esa noche mamá tuvo fiebre alta. Corrí por el barrio buscando una farmacia abierta mientras rezaba para que no se muriera antes de que yo volviera. Cuando llegué, Diego estaba esperándome afuera de la casa.

—¿Te ayudo? —preguntó sin dudarlo.

Juntos cuidamos a mamá toda la noche. Él le puso paños fríos en la frente y me abrazó cuando creí que no podía más. Por primera vez sentí que no estaba sola.

Pero los chismes no tardaron en llegar. Una vecina le dijo a mamá que yo andaba «de novia» mientras ella agonizaba. Mamá me miró con esos ojos tristes y cansados.

—¿Es cierto lo que dicen? —preguntó una mañana mientras le cambiaba las sábanas.

No supe qué decirle. Solo asentí con la cabeza.

—No quiero ser una carga para ti —susurró.

Me arrodillé junto a su cama y lloré como una niña pequeña.

—Tú eres mi vida, mamá. Pero también necesito vivir —le dije entre sollozos.

Ella me acarició el cabello con manos temblorosas.

—No te pierdas por cuidarme. Pero prométeme que no te olvidarás de tu hermano —me pidió.

Le prometí todo lo que quiso escuchar, aunque sabía que cumplirlo sería otra batalla diaria.

El tiempo pasó entre hospitales y despedidas silenciosas. Diego nunca se fue de mi lado, aunque muchas veces discutimos porque yo no podía salir o porque llegaba tarde a nuestras citas improvisadas en la esquina del barrio.

Una noche, después de una crisis fuerte de mamá, Diego me abrazó tan fuerte que sentí que podía romperme.

—¿Por qué no te vienes conmigo? Mi abuela tiene espacio en casa —me propuso con los ojos llenos de esperanza.

Pero yo no podía dejar a Luisito ni abandonar a mamá en sus últimos días. Le pedí tiempo; él lo entendió… o al menos eso dijo.

El día que mamá murió fue el más largo de mi vida. Todo el barrio vino al velorio; algunos para consolarme, otros solo para ver si lloraba lo suficiente como buena hija. Tía Rosa organizó todo como si fuera su propio espectáculo.

Después del entierro, Luisito se encerró en su cuarto y yo me quedé sola en la sala con Diego. Me miró con ternura y miedo al mismo tiempo.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó.

No tenía respuestas. Solo sabía que debía cuidar a mi hermano y buscar trabajo para pagar las cuentas atrasadas. Diego empezó a visitarme menos; su abuela empeoró y él también tenía su propia carga.

Un día simplemente dejó de venir. No lo culpo; cada quien arrastra sus propias cadenas. Pero aún así dolió como si me arrancaran un pedazo del alma.

Hoy, mientras preparo el desayuno para Luisito antes de irme a limpiar casas ajenas, pienso en todo lo que perdí y todo lo que gané. Aprendí que amar también es renunciar; que ser hija mayor en Latinoamérica es cargar con una familia entera aunque nadie te pregunte si quieres hacerlo.

A veces me pregunto: ¿cuántas Marianas hay allá afuera sintiéndose egoístas por querer vivir? ¿Cuántas veces nos juzgamos sin saber todo lo que llevamos dentro?