Cuando el Amor Llega Tarde: La Historia de Don Ernesto

—¿Por qué no me lo dijiste antes, Ernesto? —La voz de mi hija, Mariana, temblaba entre el enojo y la tristeza. El reloj marcaba las nueve de la noche y la casa olía a café frío y a recuerdos viejos. Yo tenía 69 años y, por primera vez en décadas, sentía que el corazón me latía como a un muchacho.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que uno puede enamorarse a cualquier edad? ¿Cómo decirle que Lucía, con sus cabellos grises y su risa contagiosa, había llegado a mi vida cuando menos lo esperaba? Mariana me miraba como si yo fuera un extraño. Mi nieto, Tomás, jugaba en el patio, ajeno al drama que se cocinaba en la sala.

—Papá, ¿de verdad crees que es buena idea? —insistió Mariana—. Después de todo lo que pasó con mamá…

Sentí un nudo en la garganta. Mi esposa, Rosa, había muerto hacía cinco años. Desde entonces, mi vida era una rutina silenciosa: cuidar el jardín, leer los periódicos viejos, ir al mercado los sábados. Hasta que conocí a Lucía en el parque, sentada en una banca, alimentando palomas. Me acerqué por casualidad y terminamos hablando de libros y de la vida. Ella tenía 66 años y una mirada llena de historias.

—No quiero reemplazar a tu mamá —le dije a Mariana—. Pero tampoco quiero morirme solo.

Ella bajó la cabeza. Sé que le dolía verme rehacer mi vida. En nuestra cultura, los viejos deben resignarse a la soledad, a cuidar nietos y esperar la muerte en silencio. Pero yo no quería eso para mí.

Lucía era diferente. Había sido maestra rural en Jalisco y tenía una hija que vivía en Monterrey. Nos veíamos cada tarde en el parque y luego íbamos por café. Me hablaba de sus viajes, de sus miedos y de cómo había encontrado consuelo en el budismo después de perder a su esposo. Yo nunca había sido religioso, pero empecé a acompañarla a sus reuniones de meditación. Me gustaba el silencio compartido, la sensación de paz.

Un día le propuse irnos juntos a la playa. Quería sentirme vivo otra vez, aunque fuera por unos días. Ella aceptó y viajamos a Mazatlán. Caminamos por la orilla del mar, nos reímos como adolescentes y hasta bailamos danzón en una plaza. Por primera vez desde que Rosa murió, sentí que podía volver a ser feliz.

Pero la felicidad es frágil. Al regresar, Mariana me esperaba con el ceño fruncido.

—¿Te fuiste sin avisar? ¿Y si te pasaba algo?

—Ya no soy un niño —le respondí—. Quiero vivir lo que me queda.

Las discusiones se volvieron frecuentes. Mariana temía que Lucía quisiera aprovecharse de mí. Mis amigos del dominó murmuraban cosas: “A esa edad ya no se enamora uno”, “Seguro quiere tu pensión”. Yo intentaba ignorarlos, pero las dudas me carcomían por dentro.

Una tarde, mientras regaba las plantas, Lucía llegó llorando.

—Mi hija no quiere saber nada de mí —me dijo—. Dice que estoy loca por andar contigo, que debería estar pensando en mis nietos.

La abracé fuerte. Sentí su dolor como propio. En ese momento entendí que el amor en la vejez es un acto de rebeldía contra el tiempo y las expectativas sociales.

Empezamos a vernos menos. Las presiones familiares eran demasiadas. Yo sentía culpa por lastimar a Mariana y ella por alejarse de su hija. Pero cada vez que nos encontrábamos en el parque, bastaba una mirada para saber que nos necesitábamos.

Una noche recibí una llamada urgente: Lucía había sufrido un infarto. Corrí al hospital con el corazón desbocado. La encontré pálida, conectada a tubos y rodeada de máquinas.

—No te vayas —le susurré—. No me dejes solo otra vez.

Ella apretó mi mano con fuerza y sonrió débilmente.

—Gracias por enseñarme que aún podía amar —me dijo—. Pase lo que pase, no te arrepientas de vivir.

Lucía murió esa madrugada. Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Mariana vino al hospital y me abrazó sin decir nada. Por primera vez en mucho tiempo, lloramos juntos.

Los días siguientes fueron un torbellino de recuerdos y silencios incómodos. Volví al parque solo y me senté en la banca donde conocí a Lucía. Cerré los ojos y recé —no sé a quién— para pedirle fuerzas.

Con el tiempo, Mariana empezó a visitarme más seguido. Traía a Tomás para que jugara en el jardín y me contaba sus problemas del trabajo. Yo le hablaba de Lucía, de lo feliz que fui esos meses y de lo mucho que aprendí sobre el desapego y la compasión.

Ahora tengo 70 años y sigo buscando sentido a cada día. Aprendí que la felicidad no es un estado permanente, sino una colección de momentos fugaces: una risa compartida, un atardecer en la playa, una mano apretando la tuya en medio del dolor.

A veces me pregunto si hice bien en desafiar las expectativas de mi familia y de la sociedad. ¿Vale la pena arriesgarlo todo por unos meses de amor verdadero? ¿O es mejor resignarse y vivir en paz?

¿Ustedes qué harían si el amor tocara su puerta cuando menos lo esperan? ¿Se atreverían a vivirlo aunque todos estén en contra?