Cuando el amor no alcanza: Mi vida con Mauricio y las señales que ignoré

—¿Otra vez llegas tarde, Mauricio?— pregunté, tratando de mantener la voz firme mientras el reloj marcaba las once y media de la noche. Él ni siquiera me miró al entrar. Tiró las llaves sobre la mesa y fue directo al baño, como si yo fuera invisible. Sentí el nudo en la garganta, ese que me acompañaba desde hacía años, pero esta vez no lloré. Me quedé sentada en la cocina, con la taza de café frío entre las manos, preguntándome en qué momento mi vida se había convertido en esto.

Me llamo Lucía Ramírez y crecí en un pequeño pueblo de Jalisco, donde todos se conocían y los chismes volaban más rápido que el viento. Mi mamá siempre decía que una mujer debía ser fuerte, pero también paciente con su marido. «El amor se construye con sacrificio», repetía mientras preparaba tortillas. Yo le creí. Por eso, cuando conocí a Mauricio en la universidad de Guadalajara, pensé que había encontrado a mi compañero para toda la vida. Era carismático, trabajador y tenía esa sonrisa que podía convencer a cualquiera. Nos casamos jóvenes, llenos de sueños y promesas.

Pero los años pasaron y los sueños se fueron desvaneciendo como el humo de un cigarro. Mauricio empezó a llegar tarde, primero por trabajo, luego por amigos y, finalmente, sin dar explicaciones. Al principio me preocupaba, después me enojaba y, al final, solo me resigné. Me convertí en experta en justificarlo ante mi familia: «Está cansado», «Tiene mucho estrés», «No es fácil ser proveedor». Pero en el fondo sabía que algo no estaba bien.

Las peleas se volvieron rutina. Discutíamos por todo: el dinero que nunca alcanzaba, las visitas incómodas de su madre —Doña Teresa— que siempre encontraba defectos en mi forma de criar a nuestros hijos, o simplemente por el silencio que llenaba la casa cuando ya no quedaban palabras. Recuerdo una noche especialmente dura:

—¿Por qué nunca me escuchas?— le grité mientras él veía el partido de fútbol.
—¿Y tú por qué siempre te quejas?— respondió sin apartar la vista del televisor.

Ese fue uno de los quince signos que ignoré. El desprecio disfrazado de indiferencia. La falta de interés en mis sentimientos, mis logros o mis miedos. Pero yo seguía ahí, aferrada a la idea de que todo podía mejorar si me esforzaba más.

Mis amigas intentaban abrirme los ojos:

—Lucía, mereces algo mejor— me decía Paola mientras tomábamos café en la plaza.
—No es tan fácil— respondía yo, sintiendo vergüenza de admitir mi soledad.

La familia de Mauricio tampoco ayudaba. Su madre siempre encontraba la manera de hacerme sentir menos:

—Antes de casarse era más alegre— murmuraba cuando creía que no la escuchaba.

A veces pensaba en irme, pero tenía miedo. Miedo al qué dirán, miedo a quedarme sola con dos hijos pequeños y un salario de maestra que apenas alcanzaba para lo básico. En nuestro barrio, las mujeres separadas eran tema de conversación y objeto de lástima o burla.

Un día todo cambió. Fue una tarde lluviosa cuando encontré un mensaje en el celular de Mauricio. No era la primera vez que sospechaba algo, pero siempre prefería mirar hacia otro lado. Esta vez no pude. El mensaje era claro: «Te extraño, amor». Sentí que el mundo se me venía encima.

Lo enfrenté esa misma noche:

—¿Quién es Mariana?— pregunté con voz temblorosa.
Él me miró por primera vez en meses, pero sus ojos estaban vacíos.
—No es lo que piensas— murmuró.

No lloré ni grité. Solo sentí un vacío inmenso. Esa noche dormí en el cuarto de los niños y supe que algo dentro de mí había muerto.

Los días siguientes fueron una mezcla de rabia y tristeza. Mauricio intentó justificarse, prometió cambiar, pero ya era tarde. Yo también había cambiado. Empecé a notar todas las señales que había ignorado: las promesas rotas, las miradas ausentes, los aniversarios olvidados, los abrazos fríos.

Mis hijos notaron el cambio en casa. Santiago, el mayor, me preguntó una noche:

—Mamá, ¿por qué ya no sonríes?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a un niño de ocho años que a veces el amor no es suficiente?

La decisión de separarme fue la más difícil de mi vida. Lloré días enteros pensando en el futuro incierto. Pero también sentí alivio. Por primera vez en años dormí tranquila, sin esperar el sonido de las llaves a medianoche ni justificar ausencias ajenas.

Mi familia me apoyó a medias. Mi mamá lloró al enterarse:

—¿Y ahora qué vas a hacer sola?— preguntó preocupada.
—Vivir— respondí con una seguridad que ni yo sabía que tenía.

No fue fácil enfrentar los comentarios del pueblo ni las miradas curiosas en la escuela donde trabajo. Pero poco a poco aprendí a quererme otra vez. Empecé a salir con amigas, retomé mis clases de pintura y hasta me atreví a viajar sola a Guanajuato un fin de semana.

Mauricio siguió su vida con Mariana. A veces lo veo cuando viene a buscar a los niños y siento una mezcla extraña de tristeza y alivio. Ya no espero nada de él ni de nadie más para sentirme completa.

Hoy miro atrás y pienso en todas las mujeres que siguen esperando que alguien cambie por ellas o las ame como merecen. Me pregunto cuántas Lucías hay allá afuera, aferradas a una ilusión mientras su vida se les escapa entre los dedos.

¿Hasta cuándo vamos a seguir ignorando las señales? ¿Cuándo aprenderemos que nadie puede darnos el amor que nos negamos a nosotras mismas?