Cuando el Amor Rompe Esquemas: La Historia de Camila y Don Ernesto
—¡¿Cómo pudiste hacerme esto, Camila?! —gritó mi madre, empapada por la lluvia, mientras la puerta de mi cuarto temblaba bajo sus golpes. Yo tenía veintitrés años y sentía que el mundo se me venía encima. Afuera, el cielo de Lima lloraba conmigo.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que amaba a Don Ernesto, un hombre de sesenta y tres años, con la misma intensidad con la que ella amó a mi padre antes de que la vida lo arrancara de nuestro lado? ¿Cómo decirle que en sus brazos encontré la ternura y la seguridad que siempre busqué?
Crecí en el barrio de Breña, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que los mototaxis. Mi madre, Rosa, vendía tamales en la esquina y yo la ayudaba después del colegio. Mi padre murió cuando yo tenía ocho años, víctima de un asalto. Desde entonces, la casa se llenó de silencios y miradas tristes. Aprendí a ser fuerte, a no llorar delante de nadie, pero por dentro me sentía sola.
Don Ernesto llegó al barrio cuando yo tenía diecinueve. Se mudó a la casa vieja de la esquina, esa que todos decían estaba maldita porque nadie duraba mucho ahí. Él era distinto: saludaba a todos, regalaba caramelos a los niños y siempre tenía una palabra amable para las señoras del mercado. Nadie sabía mucho de su pasado, solo que había trabajado toda su vida como profesor y que su esposa había muerto hacía años.
La primera vez que hablamos fue por casualidad. Yo regresaba de la universidad con una bolsa llena de libros cuando tropecé en la vereda rota y casi caigo. Él me sostuvo del brazo.
—¿Estás bien, hija? —me preguntó con esa voz pausada que parecía acariciar el aire.
—Sí, gracias —le respondí, avergonzada.
Desde ese día, cada vez que nos cruzábamos, me preguntaba por mis estudios. Me prestó libros antiguos y me enseñó a leer poesía. Descubrí en él una pasión por la vida que no había visto en nadie más. Me hacía sentir escuchada, importante.
Un día, después de una tarde leyendo juntos en su sala llena de plantas y fotos antiguas, me tomó la mano.
—Camila, sé que esto es una locura —dijo—. Pero no puedo evitar lo que siento por ti.
Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. Yo también lo sentía. Nos besamos y el mundo desapareció por un instante.
Pero el mundo volvió con fuerza cuando mi madre se enteró. Fue mi tía Lucía quien le contó todo después de vernos juntos en el parque. Desde entonces, mi casa se volvió un campo de batalla.
—¡Ese hombre podría ser tu abuelo! ¡La gente habla! ¿No te da vergüenza? —me gritaba mi madre cada noche.
Yo lloraba en silencio. No era fácil enfrentarla ni soportar las miradas de los vecinos. Mis amigas dejaron de invitarme a salir y hasta el señor del quiosco me miraba raro.
Don Ernesto me pedía paciencia.
—El amor verdadero siempre encuentra su camino —me decía mientras acariciaba mi cabello—. No te rindas.
Pero yo sentía miedo. Miedo a perderlo, miedo a perder a mi familia, miedo a quedarme sola otra vez.
Una tarde, después de una discusión especialmente dura con mi madre, salí corriendo bajo la lluvia hasta la casa de Don Ernesto. Toqué la puerta con desesperación.
—No puedo más —le dije entre sollozos—. Todos me odian. Siento que estoy traicionando a mi familia.
Él me abrazó fuerte.
—Camila, yo también tengo miedo —susurró—. Pero si renunciamos ahora, ¿de qué habrá servido todo esto?
Esa noche dormí en su casa por primera vez. Sentí paz, pero también culpa.
Al día siguiente, mi madre vino a buscarme. Me encontró desayunando con él y armó un escándalo en plena calle. Los vecinos salieron a mirar; algunos murmuraban, otros reían.
—¡Eres una desvergonzada! ¡Mejor vete con él y no vuelvas nunca! —me gritó mi madre antes de irse llorando.
Me quedé paralizada. Don Ernesto me tomó la mano y me miró a los ojos.
—Tienes que decidir qué quieres para tu vida —me dijo—. Nadie puede hacerlo por ti.
Pasaron semanas sin hablar con mi madre. Yo seguía viendo a Don Ernesto en secreto, pero cada vez era más difícil soportar el rechazo del barrio y el vacío en mi casa.
Un día recibí una llamada: mi madre estaba enferma en el hospital. Corrí a verla. Cuando llegué, ella apenas podía hablar.
—Solo quiero que seas feliz —susurró—. Pero prométeme que no vas a dejar que nadie te haga daño… ni siquiera él.
Lloré como nunca antes. Le prometí cuidar de mí misma y buscar mi felicidad, aunque eso significara tomar decisiones dolorosas.
Con el tiempo, algunos vecinos empezaron a aceptarnos. Mi tía Lucía fue la primera en invitar a Don Ernesto a una reunión familiar. Mi madre nunca lo aceptó del todo, pero aprendió a tolerarlo por mí.
Hoy han pasado cinco años desde aquella noche de tormenta. Sigo amando a Don Ernesto con la misma intensidad del primer día. Hemos aprendido a vivir con las miradas y los comentarios maliciosos, pero también hemos encontrado aliados inesperados: la señora Juana del mercado nos regala frutas cada semana; mis primos pequeños adoran escuchar las historias de Ernesto; incluso algunos amigos han vuelto a buscarme.
A veces me pregunto si valió la pena tanto dolor por este amor improbable. Pero luego lo miro dormir a mi lado y sé que sí.
¿Quién decide lo que está bien o mal cuando se trata del corazón? ¿Cuántos amores verdaderos se pierden por miedo al qué dirán? Los leo…