Cuando el Amor se Apaga: La Historia de Mariana y Julián
—¿Por qué no me miras cuando te hablo, Julián? —le pregunté una noche, mientras la luz mortecina de la cocina apenas iluminaba su rostro cansado. Él ni siquiera levantó la vista del celular. Sentí un nudo en la garganta, uno de esos que no se deshacen ni con lágrimas ni con palabras.
Me llamo Mariana Torres y nací en Medellín, Colombia. Hace quince años, cuando conocí a Julián en la universidad, pensé que el amor era suficiente para sobrevivir a cualquier tormenta. Pero ahora, sentada frente a él, sentía que el verdadero huracán era el silencio que nos separaba.
Nuestra historia comenzó como tantas otras: risas en los pasillos, promesas bajo la lluvia, sueños compartidos en una terraza con vista a las montañas. Nos casamos jóvenes, convencidos de que juntos podríamos con todo. Pero la vida —la vida real— es otra cosa. El trabajo, los hijos, las cuentas por pagar y la rutina fueron apagando poco a poco esa chispa que alguna vez nos unió.
La primera señal llegó una mañana cualquiera. Preparé café y arepas como siempre, pero Julián ni siquiera probó bocado. Se limitó a tomar su mochila y salir sin despedirse. Pensé que era estrés del trabajo, pero los días pasaron y su distancia creció. Las conversaciones se volvieron monosílabos: «sí», «no», «ajá». Las risas desaparecieron y las noches se llenaron de silencios incómodos.
Intenté hablar con él muchas veces. «¿Te pasa algo?», le preguntaba. «Nada, estoy cansado», respondía siempre. Pero yo sentía que había algo más. Empecé a dudar de mí misma: ¿será que hice algo mal? ¿Será que ya no soy suficiente?
Una tarde, mientras doblaba la ropa de nuestros hijos —Valentina y Samuel— escuché a Valentina decirle a su hermano: «Mamá y papá ya no se quieren como antes». Sentí que el corazón se me partía en dos. ¿Cómo podían notar ellos lo que yo me negaba a aceptar?
Busqué ayuda en mi amiga Laura, psicóloga del barrio. Nos sentamos en su sala con un café y le conté todo entre sollozos.
—Mariana, a veces el amor cambia o se apaga —me dijo con voz suave—. ¿Han intentado hablar honestamente?
—Lo he intentado todo, Laura. Pero siento que hablo sola.
—¿Has pensado en terapia de pareja?
La idea me rondó la cabeza varios días. Finalmente, una noche le propuse a Julián ir juntos a terapia. Su respuesta fue un suspiro largo y una mirada perdida:
—No creo que eso sirva de nada.
Esa noche lloré en silencio, abrazando la almohada para no despertar a los niños. Me preguntaba cómo llegamos hasta aquí. Recordé cuando bailábamos salsa en las fiestas familiares, cuando nos reíamos hasta el amanecer viendo películas mexicanas viejas. ¿Dónde quedó todo eso?
Los días siguientes fueron una tortura. Julián llegaba cada vez más tarde y evitaba cualquier contacto físico. Una noche escuché su celular vibrar y vi un mensaje de una tal Camila: «¿Nos vemos mañana?» Sentí un frío recorrerme el cuerpo.
No quise armar un escándalo delante de los niños, así que esperé a que se durmieran para enfrentar a Julián.
—¿Quién es Camila? —pregunté con voz temblorosa.
Él me miró por fin, pero sus ojos estaban vacíos.
—Es solo una amiga del trabajo.
—¿De verdad? Porque parece que te importa más ella que tu propia familia.
Julián guardó silencio. Ese silencio fue peor que cualquier grito o insulto.
Al día siguiente fui a ver a mi mamá, doña Gloria, en su casa del barrio Buenos Aires. Ella me recibió con un abrazo fuerte y palabras sencillas:
—Mija, uno no puede obligar a nadie a quedarse donde ya no quiere estar.
Lloré como una niña pequeña en sus brazos. Mi mamá me preparó chocolate caliente y me recordó que yo valía mucho más de lo que creía.
Pasaron semanas así: yo intentando rescatar lo irrecuperable, Julián cada vez más ausente, los niños preguntando por qué papá ya no jugaba con ellos los domingos. Un día, después de dejar a los niños en el colegio, me senté sola en el parque y lloré hasta quedarme sin fuerzas.
Fue entonces cuando decidí buscar ayuda profesional para mí misma. Laura me recomendó a la doctora Fernanda Ríos, una psicóloga especializada en relaciones de pareja. En la primera sesión le conté todo: mis miedos, mis dudas, mi dolor.
—Mariana —me dijo—, no eres responsable del desamor de Julián. A veces las personas cambian y eso duele, pero también es una oportunidad para reencontrarte contigo misma.
Empecé a reconstruirme poco a poco. Volví a pintar —algo que había dejado por falta de tiempo— y retomé mis caminatas por el barrio con mi vecina Rosa. Descubrí que podía reírme otra vez sin sentir culpa.
Un día Julián llegó temprano a casa y pidió hablar conmigo.
—Mariana… creo que lo mejor es separarnos —dijo sin rodeos.
Sentí miedo, rabia y alivio al mismo tiempo. Lloramos juntos por última vez y acordamos ser padres presentes para Valentina y Samuel, aunque ya no fuéramos pareja.
La noticia corrió rápido entre la familia y los vecinos. Algunos me juzgaron: «¿Y los niños?», «¿Por qué no luchaste más?» Otros me apoyaron: «Eres valiente», «No te merecías esa soledad».
Hoy escribo esto desde mi nuevo apartamento en Envigado. Los niños están bien; Julián los ve cada semana y hemos aprendido a convivir como familia distinta pero unida por el amor a nuestros hijos.
A veces me pregunto si pude haber hecho algo diferente para salvar nuestro matrimonio. Pero también entiendo que no puedo cargar sola con el peso del desamor ajeno.
¿Hasta dónde debe uno luchar por alguien que ya no quiere quedarse? ¿Cuántas veces hay que romperse antes de entender que merecemos ser amados de verdad?