Cuando el amor se convierte en tormento: La historia de Mariana y Julián

—¡Mariana, no puedes seguir así! —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo me encerraba en mi cuarto, con el corazón hecho trizas y los ojos hinchados de tanto llorar.

Afuera, la lluvia golpeaba el tejado de zinc con furia, como si quisiera ahogar mis sollozos. Me senté en la cama, abrazando la almohada, y pensé en Julián. ¿En qué momento nuestro amor se había convertido en esta pesadilla?

Crecí en San Vicente, un pueblo perdido entre las montañas de Antioquia. Allí, todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que el viento. Desde niña fui la hija obediente, la que sacaba buenas notas y ayudaba a mi mamá en la tienda. Mi papá murió cuando yo tenía ocho años, y desde entonces mi madre se volvió todo para mí: mi refugio y mi cárcel.

Conocí a Julián en la feria del pueblo. Él era el hijo del panadero, un muchacho risueño con ojos color café y una sonrisa que podía derretir hasta el hielo más duro. Tenía diecisiete años y creía que el amor era como en las novelas mexicanas: intenso, eterno, capaz de vencer cualquier obstáculo.

—¿Bailas conmigo? —me preguntó esa noche, extendiendo su mano.

Sentí mariposas en el estómago. Bailamos hasta que la orquesta guardó los instrumentos y las luces se apagaron. Desde entonces fuimos inseparables. Todos decían que éramos la pareja perfecta: Mariana la estudiosa y Julián el soñador.

Pero los sueños duran poco en un pueblo donde la pobreza y la rutina matan cualquier esperanza. Julián empezó a cambiar cuando su padre enfermó y tuvo que hacerse cargo de la panadería. Se volvió irritable, callado. Yo intentaba animarlo, pero él me apartaba con palabras frías.

—No entiendes nada, Mariana. Tú tienes tu beca para irte a Medellín. Yo estoy atrapado aquí.

—Podemos salir juntos —le decía—. Podemos luchar por nuestro futuro.

Él solo suspiraba y miraba por la ventana, como si buscara una salida imposible.

El día que me dieron la beca para estudiar medicina en la universidad fue el más feliz de mi vida… y el principio del fin para nosotros. Julián no celebró conmigo. Al contrario, esa noche discutimos como nunca antes.

—¿Y yo qué? ¿Me vas a dejar solo aquí? —me gritó.

—No te estoy dejando, Julián. Quiero que vengas conmigo.

—¿Y dejar a mi mamá sola? ¿Abandonar todo esto? Tú no entiendes lo que es tener responsabilidades.

Las palabras se volvieron cuchillos entre nosotros. Aun así, decidí quedarme un año más en San Vicente para ayudarlo con la panadería y ahorrar dinero. Pensé que el sacrificio valdría la pena, que el amor lo podía todo.

Pero el amor no basta cuando uno solo carga con todo el peso. Julián empezó a beber los fines de semana. Llegaba tarde, olía a aguardiente y me hablaba con desprecio.

—¿Te crees mejor que yo porque vas a ser doctora? —me decía con los ojos vidriosos—. No eres nada sin mí.

Mi madre lo notó primero. Una noche, mientras lavábamos los platos, me tomó de la mano y me miró con esos ojos cansados de tantas batallas.

—Hija, uno no debe quedarse donde no es feliz. El amor no es sacrificio eterno.

Pero yo no quería escucharla. Me aferraba a los recuerdos de aquel Julián dulce y atento, convencida de que podía salvarlo si me esforzaba lo suficiente.

La situación empeoró cuando su padre murió. Julián se hundió en una tristeza oscura y yo me convertí en su única válvula de escape. Empezó a controlarme: revisaba mi celular, me prohibía salir con mis amigas, hasta me acompañaba al mercado para asegurarse de que nadie me hablara.

—Eres mía —me susurraba al oído—. Solo mía.

A veces tenía miedo de sus manos fuertes, de su mirada perdida cuando discutíamos. Pero después venían las disculpas: flores marchitas robadas del cementerio, promesas vacías susurradas entre lágrimas.

—Perdóname, Mariana. No sé qué haría sin ti.

Así pasaron dos años. Mi beca expiró y yo seguía atrapada en San Vicente, viviendo una vida que no era mía. Mis amigas se fueron del pueblo; algunas a Medellín, otras a Bogotá o incluso al extranjero. Yo veía sus fotos en redes sociales y sentía una punzada de envidia mezclada con culpa.

Una tarde de agosto, mientras atendía la tienda con mi madre, llegó Camila, mi mejor amiga de la infancia. Había regresado de México para visitar a su abuela.

—Mariana, ¿qué te pasó? Antes eras tan alegre…

No supe qué responderle. Me limité a sonreír y cambiar de tema. Pero esa noche no pude dormir. Me miré al espejo y apenas reconocí a la mujer ojerosa y triste que me devolvía la mirada.

La gota que colmó el vaso llegó una noche de fiesta patronal. Julián se emborrachó y armó un escándalo porque hablé con un primo lejano que acababa de llegar de Cali. Me gritó delante de todos:

—¡Eres una cualquiera! ¡No vales nada!

Sentí cómo las miradas del pueblo me atravesaban como lanzas. Corrí a casa llorando y me encerré en mi cuarto. Mi madre tocó la puerta suavemente.

—Hija, tienes que salir de ahí —me dijo—. No puedes dejar que te destruya.

Esa noche tomé una decisión. Al día siguiente empacé mis cosas en silencio mientras Julián dormía la borrachera en su casa. Mi madre me abrazó fuerte antes de subir al bus rumbo a Medellín.

—No mires atrás —me susurró—. El dolor también se deja atrás.

En la ciudad todo era nuevo y aterrador: el ruido constante, las luces que nunca se apagan, la soledad inmensa entre tanta gente desconocida. Pero también sentí una libertad que nunca había experimentado antes.

Conseguí trabajo como mesera mientras retomaba mis estudios poco a poco. Al principio lloraba todas las noches; extrañaba a mi madre, al pueblo… incluso a Julián. Pero cada día dolía menos.

Un año después recibí una carta suya: «Perdóname por todo el daño que te hice. Ojalá puedas ser feliz lejos de mí». No respondí. Aprendí que hay amores que matan más lento que una bala o un veneno; amores que te apagan por dentro hasta dejarte vacía.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas en relaciones donde el amor duele más que sana? ¿Cuántas Marianas hay en nuestros pueblos esperando el valor para irse?

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu amor se convirtió en tormento? ¿Qué harías si fueras yo?