Cuando el Amor se Desmorona: La Verdad de una Familia Ensamblada

—¡No me hables así delante de los niños, Mauricio! —grité, temblando, mientras la voz de mi esposo retumbaba en las paredes del pequeño departamento en la colonia Narvarte. Emiliano, mi hijo de ocho años, se aferraba a mi pierna, con los ojos abiertos como platos. Los hijos de Mauricio, Valeria y Tomás, miraban desde el sofá, mudos, como si ya estuvieran acostumbrados a los gritos.

Nunca imaginé que mi vida terminaría así. Hace cuatro años, cuando conocí a Mauricio en una cafetería de la Roma, sentí que el destino me daba una segunda oportunidad. Él era ingeniero civil, tenía una sonrisa cálida y dos hijos que parecían aceptar mi presencia con naturalidad. Yo venía de una relación rota y un hijo pequeño que era mi mundo entero. Pensé que juntos podríamos construir algo hermoso.

Al principio todo era armonía. Las abuelas se peleaban por consentir a los niños; los domingos eran para comer barbacoa en casa de mis suegros o ir al parque Bicentenario. Emiliano se llevaba bien con Valeria y Tomás. Yo sentía que por fin tenía una familia completa.

Pero poco a poco, las grietas comenzaron a aparecer. Mauricio empezó a llegar tarde del trabajo. Decía que estaba cansado, que necesitaba espacio. Yo trataba de comprenderlo; después de todo, criar tres niños no es fácil. Pero una noche, mientras preparaba la cena, escuché a Valeria decirle a Emiliano:

—Tú no eres de aquí. Mi papá dice que tú eres problema de tu mamá.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Eso pensaba Mauricio? ¿Que Emiliano era solo mi carga? Me prometí hablar con él esa misma noche.

—Mauricio, ¿por qué dices esas cosas de Emiliano? —le pregunté en voz baja, cuando los niños ya dormían.

Él me miró sin emoción.

—Amanda, no es fácil para mí. Yo ya tengo suficiente con mis hijos. No puedo hacerme cargo del tuyo también.

Sus palabras me atravesaron como cuchillos. ¿Y todo lo que habíamos construido? ¿Las promesas? ¿La familia?

A partir de ese día, todo cambió. Mauricio empezó a ignorar a Emiliano. Si él pedía ayuda con la tarea, Mauricio lo mandaba conmigo. Si lloraba por alguna pesadilla, Mauricio cerraba la puerta del cuarto con llave. Yo trataba de compensar el vacío con más amor, pero sentía que mi hijo se marchitaba poco a poco.

Los abuelos paternos dejaron de invitar a Emiliano a sus reuniones. Una vez escuché a la abuela decirle a Valeria:

—Tú eres nuestra sangre, hijita. Ese niño solo es visita.

Me dolió tanto que lloré toda la noche abrazada a Emiliano. ¿Cómo explicarle a un niño que el amor puede ser tan egoísta?

Un día, después de una discusión especialmente fuerte porque Emiliano rompió sin querer un jarrón antiguo, Mauricio perdió el control.

—¡Siempre tienes que estar metiéndote donde no te llaman! —le gritó a mi hijo—. ¡Eres un estorbo!

No lo pensé dos veces. Me interpuse entre ellos y le grité a Mauricio que no volviera a hablarle así a mi hijo. Él me empujó y caí contra la mesa del comedor. Los niños lloraban. Sentí miedo por primera vez.

Esa noche, mientras curaba mi brazo lastimado en el baño, Valeria se acercó en silencio.

—Mi papá antes no era así —susurró—. Desde que mamá se fue… cambió mucho.

La miré y vi en sus ojos el mismo miedo que sentía yo. No era solo Emiliano; todos estábamos atrapados en una casa donde el amor se había convertido en resentimiento.

Empecé a buscar ayuda. Fui al DIF, hablé con una psicóloga en la secundaria donde trabajaba como maestra suplente. Me dijeron que tenía derecho a protegerme y proteger a mi hijo. Pero el miedo me paralizaba: ¿cómo iba a salir adelante sola otra vez? ¿Dónde íbamos a vivir? ¿Cómo explicarle a Emiliano que su familia se estaba desmoronando?

Una tarde lluviosa de septiembre, después de otra pelea porque Mauricio no quería pagar la colegiatura de Emiliano, tomé una decisión. Empaqué nuestras cosas mientras los niños estaban en la escuela y llamé a mi hermana Lucía.

—Ven por nosotros —le dije entre lágrimas—. No puedo más.

Lucía llegó en veinte minutos y nos llevó a su departamento en Iztapalapa. Esa noche dormimos los tres juntos en su cama matrimonial. Emiliano me abrazó fuerte y me dijo:

—¿Ya no vamos a volver con Mauricio?

Le acaricié el cabello y le prometí que nunca más dejaría que nadie lo hiciera sentir menos.

Los meses siguientes fueron difíciles. Compartíamos cuarto con mis sobrinos; yo trabajaba dando clases particulares y Lucía vendía tamales para ayudarnos con los gastos. Pero por primera vez en mucho tiempo, Emiliano volvió a sonreír.

Mauricio intentó buscarme varias veces; incluso fue al trabajo para decirme que estaba arrepentido, que los niños lo extrañaban. Pero yo ya no podía confiar en él. Había entendido que el amor no es suficiente cuando hay violencia y desprecio.

Valeria me escribió una carta meses después:

«Amanda:
Gracias por cuidar siempre de nosotros cuando mamá no estaba. Ojalá algún día mi papá entienda lo que perdió.
Con cariño,
Valeria»

A veces me pregunto si hice lo correcto al irme, si debí luchar más por esa familia ensamblada que soñé construir. Pero luego veo a Emiliano dormir tranquilo y sé que tomé la mejor decisión.

¿Hasta cuándo vamos a normalizar el sufrimiento por miedo a estar solas? ¿Cuántas mujeres más tendrán que elegir entre su felicidad y la seguridad de sus hijos? Los leo…