Cuando el amor se va: el día que mi vida cambió para siempre
—No puedo seguir, Lucía. Me enamoré de otra persona.
Las palabras de Julián rebotaron en las paredes de la sala, tan frías como el piso de cerámica bajo mis pies. No lloré. Ni siquiera grité. Me quedé sentada en el sofá, mirando la mancha de humedad en el techo, como si ahí estuviera la respuesta a todo. Veinte años juntos: las vacaciones en la playa de Máncora, las noches sin dormir cuando nació nuestro hijo Emiliano, los domingos de fútbol y arroz con pollo en casa de mi suegra. Todo eso parecía ahora un mal chiste.
—¿Quién es? —pregunté con voz hueca.
—No importa… —dijo, evitando mi mirada—. Es alguien del trabajo.
Sentí que el aire se volvía denso, como si la casa entera se hubiera llenado de humo. Julián recogió su maleta, esa azul que compramos en oferta en Gamarra, y salió sin mirar atrás. El portazo fue el único sonido que me sacó del trance.
No sé cuánto tiempo pasé ahí, inmóvil. El reloj marcaba las siete cuando escuché la llave girar en la puerta. Pensé que era Julián arrepentido, pero era Emiliano, nuestro hijo de diecisiete años, con su mochila al hombro y cara de cansancio.
—¿Mamá? ¿Por qué está tan oscuro?
No supe qué decirle. Solo lo abracé fuerte, como si pudiera protegerlo del dolor que estaba a punto de llegar. Esa noche no dormí. Escuché a Emiliano llorar en silencio en su cuarto y sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos.
Al día siguiente, la noticia ya había corrido como pólvora entre la familia. Mi hermana Mariana llegó temprano, con su voz chillona y su energía inagotable.
—¡Ese Julián es un desgraciado! —gritó mientras me preparaba un café—. ¿Cómo te hace esto después de todo lo que has dado?
Pero lo que más me sorprendió fue ver a mi suegra, doña Rosa, tocando la puerta al mediodía. Nunca fuimos cercanas; siempre pensé que me veía como una intrusa en su familia.
—Lucía, hija… —dijo con voz temblorosa—. No sé qué decirte. Julián es mi hijo, pero lo que hizo no tiene perdón.
Me abrazó fuerte y lloró conmigo. Por primera vez sentí que no estaba sola en ese dolor.
Los días siguientes fueron una mezcla de rabia, tristeza y confusión. La gente hablaba a mis espaldas: «¿Viste que Julián se fue con una chibola?», «Pobre Lucía, ¿cómo va a pagar el crédito del departamento sola?». Mi mamá me llamaba todos los días para recordarme que tenía que ser fuerte por Emiliano.
Pero ser fuerte no es tan fácil cuando te despiertas y la cama está vacía, cuando tienes que ir al mercado y te preguntan por tu esposo, cuando ves a tu hijo perder el brillo en los ojos.
Una tarde, mientras lavaba los platos, Emiliano entró a la cocina.
—Mamá… ¿Tú crees que papá va a volver?
No supe qué responderle. Solo le acaricié el cabello y le dije:
—No lo sé, hijo. Pero pase lo que pase, siempre vamos a estar juntos.
Las semanas pasaron y tuve que enfrentar la realidad: las cuentas seguían llegando, el refrigerador se vaciaba más rápido y el sueldo como profesora de primaria apenas alcanzaba para lo básico. Empecé a vender postres los fines de semana; Mariana me ayudaba a repartirlos en el barrio.
Una noche, mientras preparaba mazamorra morada para vender al día siguiente, recibí un mensaje inesperado:
«Lucía, ¿puedo pasar a verte? Necesito hablar contigo».
Era Samuel, un viejo amigo del colegio al que no veía desde hacía años. Nos habíamos cruzado hace poco en el mercado y habíamos intercambiado números casi por cortesía.
Llegó con una bolsa de pan dulce y una sonrisa tímida.
—Me enteré por mi hermana… Lo siento mucho, Lucía —dijo mientras se sentaba frente a mí—. Si necesitas algo… lo que sea…
Por primera vez en semanas sentí ganas de hablar. Le conté todo: el dolor, la rabia, el miedo al futuro. Samuel me escuchó sin juzgarme, sin darme consejos baratos. Solo estuvo ahí.
Empezamos a vernos más seguido. A veces salíamos a caminar por el parque Kennedy o tomábamos un café en la esquina. Samuel me hacía reír con sus historias absurdas del trabajo y poco a poco fui sintiendo que podía volver a respirar.
Pero no todo era fácil. Un día Julián apareció en la puerta para ver a Emiliano. Lo vi más flaco, con ojeras profundas.
—¿Podemos hablar? —me pidió con voz baja.
Nos sentamos en la sala donde todo había terminado semanas atrás.
—Sé que no tengo derecho a pedirte nada… pero quiero seguir siendo parte de la vida de Emiliano —dijo sin mirarme a los ojos.
Sentí una mezcla de rabia y compasión. Quise gritarle todo lo que me había guardado: el dolor, la soledad, el miedo. Pero solo asentí con la cabeza.
—Por Emiliano —le respondí—. Pero no esperes que todo vuelva a ser como antes.
Esa noche lloré otra vez, pero esta vez fue distinto. Era un llanto de despedida, de soltar lo que ya no podía cargar.
Con el tiempo aprendí a vivir con la ausencia de Julián. Samuel se convirtió en un apoyo fundamental; Emiliano empezó a salir adelante poco a poco. No fue fácil reconstruir mi vida desde los escombros, pero descubrí una fuerza que no sabía que tenía.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres pasan por esto cada día en nuestro país? ¿Por qué todavía nos sentimos avergonzadas cuando un hombre nos deja por alguien más joven? ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda?
A veces me siento sola todavía, pero también sé que soy capaz de empezar de nuevo. Y tú… ¿alguna vez has sentido que tu vida se desmorona y no sabes cómo seguir adelante?