Cuando el amor se va: Renacer entre las ruinas de mi matrimonio
—¿Así que es verdad, Ricardo? ¿Te vas con ella? —Mi voz temblaba, pero no de rabia, sino de un miedo tan profundo que sentía que me ahogaba. Él no me miró a los ojos. Se quedó parado en la puerta del departamento, con la valija a medio cerrar y el celular vibrando en el bolsillo.
—No es tan simple, Marta —dijo, bajando la cabeza—. Necesito algo distinto… algo que ya no encuentro acá.
En ese momento, supe que todo lo que habíamos construido juntos durante veintisiete años se desmoronaba. El eco de sus palabras retumbó en las paredes de nuestro departamento en Caballito, donde cada rincón guardaba una historia, una risa, una pelea, un abrazo. Sentí que me arrancaban la piel.
Ricardo se fue esa noche. No hubo portazo ni gritos, solo el silencio brutal de la puerta cerrándose detrás de él. Me quedé sola, rodeada de fotos familiares y del perfume a café que todavía flotaba en el aire. Nuestros hijos, Lucía y Tomás, ya vivían por su cuenta. Yo tenía 49 años y un hueco en el pecho tan grande que no podía respirar.
Las primeras semanas fueron un infierno. La vecina del 4B, doña Rosa, me miraba con lástima cada vez que bajaba a comprar pan. En la panadería, los murmullos eran cuchillos: “¿Viste que Ricardo la dejó por una piba joven? Pobre Marta…”
Una noche, Lucía vino a verme. Se sentó en la mesa de la cocina y me tomó la mano.
—Mamá, no podés quedarte así. Tenés que salir, hacer algo por vos.
—¿Y qué querés que haga? —le respondí con amargura—. ¿Que me ponga a buscar novio por Tinder? ¿Que me haga la pendeja?
Ella sonrió con tristeza.
—No te pido eso. Solo que no te abandones.
Pero yo ya me sentía abandonada. Por Ricardo, por mis hijos, por mis amigas que no sabían qué decirme. Hasta por Dios.
Pasaron los meses y el dolor se transformó en rabia. Empecé a revisar cada detalle de mi vida con Ricardo: las veces que lo esperé despierta mientras él llegaba tarde del trabajo; las vacaciones en Mar del Plata donde yo organizaba todo y él solo se quejaba del calor; las noches en las que yo quería hablar y él prefería mirar fútbol.
Una tarde, mientras limpiaba el placard y tiraba su ropa vieja, encontré una carta arrugada entre sus camisas. Era de ella. Decía cosas como “me hacés sentir viva” y “no soporto esconderme más”. Sentí náuseas. Lloré hasta quedarme dormida en el piso frío del dormitorio.
Pero al día siguiente, algo cambió. Me miré al espejo y vi a una mujer demacrada, sí, pero también fuerte. Sobreviví a la traición más grande de mi vida. ¿Por qué tenía que seguir castigándome?
Decidí anotarme en un taller de cerámica en el centro cultural del barrio. Al principio me sentía fuera de lugar entre mujeres más jóvenes y señoras jubiladas que hablaban de sus nietos. Pero poco a poco empecé a disfrutarlo. El barro entre mis manos era como una terapia: podía moldear mi dolor y transformarlo en algo bello.
Un día, mientras modelaba una taza torcida, una mujer se sentó a mi lado.
—¿Primera vez? —me preguntó con una sonrisa cálida.
—Sí… bueno, primera vez sola —le respondí.
Ella se presentó como Graciela. Tenía 55 años y también estaba divorciada. Nos reímos compartiendo historias de ex maridos infieles y suegras insoportables. Por primera vez en meses, sentí que alguien realmente me entendía.
Con Graciela empezamos a salir a caminar por el parque Centenario los sábados a la mañana. Hablábamos de todo: del miedo a envejecer solas, de los hijos que ya no nos necesitaban tanto, de los sueños postergados por cuidar a otros.
Una tarde de otoño, mientras tomábamos mate bajo los plátanos amarillos, Graciela me dijo:
—¿Sabés qué? Nosotras también merecemos ser felices. No importa la edad ni lo que diga la gente.
Sus palabras me hicieron pensar en todas las veces que me callé para no molestar a Ricardo o para no preocupar a mis hijos. ¿Cuándo fue la última vez que hice algo solo para mí?
Empecé a cambiar pequeñas cosas: pinté las paredes del living de un color alegre; adopté un gato callejero al que llamé Pancho; me animé a ir sola al cine y hasta viajé un fin de semana a Tigre para descansar junto al río.
Ricardo apareció un día para buscar unos papeles. Lo vi más viejo, cansado. La chica joven ya no estaba con él.
—¿Cómo estás? —me preguntó con voz insegura.
Lo miré fijo y le respondí:
—Mejor de lo que pensás.
No le debía explicaciones ni disculpas. Por primera vez sentí lástima por él y no por mí.
Con el tiempo, Lucía y Tomás empezaron a visitarme más seguido. Notaron el cambio: ya no era la madre triste y derrotada sino una mujer distinta, más liviana. Una tarde Lucía me abrazó fuerte y me dijo:
—Te admiro, mamá. Nunca pensé que ibas a salir adelante así.
Sonreí con lágrimas en los ojos porque yo tampoco lo creía posible.
Hoy tengo 52 años y sigo aprendiendo a quererme todos los días. No sé si volveré a enamorarme o si viviré sola el resto de mi vida. Pero ya no tengo miedo.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo están sufriendo en silencio porque creen que su vida terminó después del abandono? ¿Cuándo vamos a entender que siempre podemos empezar de nuevo?