Cuando el amor tiene precio: La historia de Mariana y Tomás
—¿Y entonces qué, Mariana? ¿Vas a quedarte callada? —La voz de Tomás retumbó en la cocina, mientras yo apretaba la taza de café con las dos manos temblorosas.
No podía creer lo que acababa de escuchar. Después de diez años juntos, dos hijos y una vida construida a base de sacrificios, mi esposo me miraba con frialdad y me exigía que le devolviera cada peso que había gastado en la casa, en la comida, en los útiles escolares, en los cumpleaños. Todo. Como si nuestro matrimonio hubiera sido una transacción comercial y no una historia de amor.
—¿De verdad me estás pidiendo esto, Tomás? —mi voz apenas era un susurro, pero sentí cómo se me quebraba el alma—. ¿Después de todo lo que hemos vivido?
Él desvió la mirada, incómodo, pero no cedió. —No es justo que yo haya puesto todo y tú nada. Yo trabajé, yo mantuve la casa. Ahora quiero lo mío.
Recordé el día en que decidimos que yo dejaría mi trabajo como maestra para cuidar a nuestros hijos, Emiliano y Sofía. Fue una decisión difícil, pero Tomás insistió en que era lo mejor para la familia. «Yo me encargo del dinero, tú cuida a los niños», me dijo entonces. Ahora esas palabras se volvían cuchillos.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Tomás empezó a dormir en el sofá y apenas me dirigía la palabra. Los niños notaban la tensión; Emiliano, con apenas ocho años, me preguntó una noche si papá ya no nos quería. No supe qué responderle.
Mi madre, doña Teresa, vino a visitarme un domingo y me encontró llorando en la terraza. —Hija, ¿qué está pasando? —me preguntó con esa mezcla de ternura y dureza que solo las madres mexicanas saben usar.
Le conté todo entre sollozos. Ella me abrazó fuerte y me susurró al oído: —No permitas que nadie te haga sentir menos, ni siquiera tu marido. Tú vales mucho más que cualquier cantidad de dinero.
Pero yo no podía dejar de pensar en el futuro. ¿Cómo iba a mantener a mis hijos si Tomás decidía irse? ¿Cómo iba a reconstruir mi vida después de tantos años fuera del mercado laboral? Sentí miedo, rabia y vergüenza.
Una tarde, mientras recogía los juguetes del patio, escuché a Tomás hablando por teléfono en voz baja:
—Sí, ya hablé con el abogado. Dice que puedo exigirle la mitad de todo lo que gasté… No, no me importa. Ya no siento nada por ella.
Sentí un frío recorrerme el cuerpo. ¿En qué momento se había roto todo? ¿Cuándo dejamos de ser un equipo?
Esa noche no pude dormir. Me levanté y escribí una carta para Tomás:
«Tomás,
No soy una deuda ni una carga. Soy la madre de tus hijos y la mujer que estuvo a tu lado cuando no tenías nada. Si quieres irte, vete. Pero no voy a permitir que me humilles ni que uses el dinero como arma contra mí.
Mariana»
Al día siguiente le entregué la carta antes de irse al trabajo. No dijo nada, solo la guardó en su mochila.
Los días pasaron y la tensión creció aún más. Un viernes por la noche, Tomás llegó tarde y borracho. Empezó a gritarme delante de los niños:
—¡Todo esto es tu culpa! ¡Yo podría haber tenido otra vida si no fuera por ti!
Sofía se puso a llorar y Emiliano se escondió bajo la mesa. Fue entonces cuando sentí una fuerza desconocida dentro de mí. Abracé a mis hijos y les dije:
—Vámonos a casa de la abuela.
Esa noche dormimos los tres en la misma cama, mientras mi madre nos acariciaba el cabello y nos decía que todo iba a estar bien.
Al día siguiente fui al DIF y pedí ayuda legal. Me explicaron que tenía derechos, que el trabajo doméstico también cuenta y que podía exigir una pensión alimenticia para mis hijos. Por primera vez en meses sentí esperanza.
Tomás intentó intimidarme con amenazas y reproches, pero yo ya no era la misma. Empecé a dar clases particulares en casa para ganar algo de dinero y poco a poco recuperé mi confianza.
Un día, mientras preparaba la cena con Sofía, ella me miró con sus grandes ojos oscuros y me dijo:
—Mamá, ¿ya no vamos a volver con papá?
Me arrodillé frente a ella y le respondí:
—No lo sé, hija. Pero te prometo que siempre vamos a estar juntas y seguras.
El proceso legal fue largo y doloroso. Hubo días en los que quise rendirme, en los que sentí que el mundo entero estaba en mi contra. Pero cada vez que veía a mis hijos dormir tranquilos, recordaba por qué estaba luchando.
Finalmente llegó el día de la audiencia. Tomás llegó con su abogado y una lista interminable de gastos: recibos del súper, facturas del gas, hasta los boletos del cine familiar. Yo llevaba solo una carpeta con fotos de nuestros hijos, dibujos hechos por ellos y una carta donde explicaba todo lo que había hecho por nuestra familia.
El juez escuchó ambas partes y al final dictaminó que Tomás debía pasar una pensión justa para los niños y reconoció mi trabajo como madre y cuidadora durante todos esos años.
Salí del juzgado con lágrimas en los ojos, pero esta vez eran de alivio. Mi madre me esperaba afuera con los brazos abiertos.
—Te lo dije, hija —me susurró—. Eres más fuerte de lo que crees.
Hoy sigo reconstruyendo mi vida poco a poco. No ha sido fácil, pero he aprendido a valorarme y a exigir respeto. Mis hijos han crecido viendo a su madre luchar por ellos y por sí misma.
A veces me pregunto: ¿Por qué el amor se convierte en una deuda? ¿Cuándo dejamos de vernos como compañeros para convertirnos en enemigos? ¿Cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto antes de que entendamos que el trabajo del hogar también es valioso?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han sentido alguna vez que su esfuerzo no vale nada solo porque no se puede contar en billetes?