Cuando el Amor y los Sueños Chocan: La Historia de Mariana y Andrés
—¿Y entonces qué, Mariana? ¿Vas a dejar que tu trabajo valga más que tu familia?—. La voz de Andrés retumbó en la cocina, rebotando entre las ollas y los platos sucios. Yo apretaba la taza de café con tanta fuerza que sentí que se me iba a romper en las manos. Afuera, el sol de Medellín apenas asomaba, pero adentro ya era tormenta.
No era la primera vez que discutíamos por mi trabajo. Desde que me ascendieron en la agencia de publicidad, los horarios se volvieron imposibles. Pero ese día, después de una noche sin dormir por una campaña urgente, Andrés me lanzó el ultimátum: “O tu carrera, o nosotros”.
Me quedé muda. Pensé en mi mamá, que siempre decía que una mujer debía sacrificarse por su hogar. Pensé en mi papá, que nunca dejó que mi mamá trabajara fuera de casa. Pensé en mis hijos, Valentina y Samuel, que apenas tenían seis y cuatro años. Y pensé en mí, Mariana, la niña que soñaba con ser creativa, independiente, alguien.
—No es justo, Andrés. Yo también tengo derecho a crecer— le dije con la voz quebrada.
Él me miró con esos ojos oscuros llenos de rabia y miedo. —¿Y nosotros qué? ¿No te importamos?—
Las palabras se me atoraron en la garganta. Quise gritarle que claro que me importaban, que los amaba más que a nada, pero también amaba mi trabajo. ¿Por qué tenía que elegir?
Esa noche dormimos espalda con espalda. Sentí su respiración pesada y supe que algo se había roto entre nosotros. Al día siguiente, mi suegra llegó sin avisar. —Mijita, uno no puede tenerlo todo en la vida— me dijo mientras preparaba arepas. —Mire a Andrés, está sufriendo. Los niños necesitan a su mamá.—
Me sentí sola. En la oficina, mis colegas celebraban mi éxito; en casa, era la villana. Empecé a llegar tarde para evitar las miradas tristes de mis hijos y el silencio de Andrés. Una tarde, Valentina me preguntó: —Mami, ¿por qué ya no cenas con nosotros?—
No supe qué responderle. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Un viernes, después de una semana infernal, llegué a casa y encontré a Andrés empacando una maleta.
—¿Qué haces?— pregunté temblando.
—Me voy a donde mi mamá con los niños. Necesito pensar. Tú también deberías hacerlo.—
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Me desplomé en el sofá y miré las paredes llenas de dibujos infantiles y fotos familiares. ¿De verdad estaba perdiendo todo por un sueño?
Pasaron días sin noticias. El silencio era ensordecedor. Mis amigas me decían que luchara por mi familia; mi jefa me felicitaba por mi dedicación. Yo solo quería desaparecer.
Una noche, llamé a mi mamá.
—Mamá, ¿tú alguna vez quisiste otra vida?—
Ella suspiró largo.
—Claro que sí, hija. Pero en mi época no era posible. Ahora tú puedes elegir.—
—¿Y si elijo mal?—
—No hay elecciones perfectas, Mariana. Solo decisiones valientes.—
Colgué sintiendo un poco menos de culpa y un poco más de miedo.
Al domingo siguiente fui a buscar a Andrés y los niños. Los encontré en el parque, jugando bajo los guayacanes florecidos.
—Andrés, tenemos que hablar.—
Él me miró cansado.
—No quiero perderte ni perderme yo misma— le dije—. No puedo dejar mi trabajo, pero tampoco quiero perderlos.—
Nos sentamos en una banca mientras los niños corrían alrededor.
—¿Y entonces qué hacemos?— preguntó él.
—Podemos buscar ayuda… terapia de pareja… horarios flexibles… No sé, pero no quiero rendirme.—
Él bajó la cabeza.
—Yo tampoco quiero perderte… pero tengo miedo de quedarme solo con los niños… de no ser suficiente.—
Por primera vez vi su vulnerabilidad. No era solo machismo; era miedo a perderme, miedo al cambio.
Empezamos terapia. No fue fácil. Hubo gritos, reproches, lágrimas. Pero también hubo confesiones: Andrés admitió sentirse menos hombre porque yo ganaba más; yo confesé mi terror a ser como mi mamá, resignada y triste.
Poco a poco aprendimos a negociar: yo llegaba más temprano dos veces por semana; él se encargaba del desayuno y las tareas escolares; los abuelos ayudaban cuando podían. No era perfecto, pero era nuestro intento.
A veces todavía siento culpa cuando Valentina me pide que no trabaje tanto o cuando Andrés me mira con nostalgia por lo que fuimos antes de todo esto. Pero también siento orgullo cuando presento una campaña exitosa o cuando Samuel me abraza diciendo: “Mami, eres la mejor”.
Hoy miro atrás y veo a esa Mariana asustada y rota… y sonrío con ternura.
¿Vale la pena luchar por nuestros sueños aunque duela? ¿Cuántas mujeres más sienten este mismo miedo cada día? ¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre lo que aman y quienes aman?