Cuando el Espejo Cambia de Lado: La Historia de Martín y Lucía

—¿Te vas a comer otra empanada, Martín? —me preguntó Lucía, con una sonrisa que no supe descifrar si era de ternura o de ironía.

Me detuve, empanada en mano, sintiendo el sudor frío recorrerme la espalda. Hace apenas un año, yo era quien le hacía ese tipo de comentarios a ella. Yo, con mi traje ajustado y mi aire de superioridad, le señalaba cada porción extra, cada pantalón que no le cerraba. Ahora, sentado en la cabecera de nuestra mesa, era yo quien luchaba por abrocharse el cinturón sin jadear.

Lucía dejó el tupper con ensalada sobre la mesa y se acomodó el pelo detrás de la oreja. Su rostro brillaba con una confianza nueva, esa que había encontrado desde que empezó a trabajar en la farmacia del barrio. Yo la veía salir cada mañana con su uniforme blanco y su sonrisa fresca, mientras yo me quedaba en casa, revisando correos sin ganas y evitando mi reflejo en las ventanas.

—¿Querés que te prepare una ensalada? —insistió ella, con voz suave.

—No hace falta —respondí, más brusco de lo que quería. Sentí la vergüenza arderme en las mejillas. ¿En qué momento me convertí en esto?

La verdad es que todo empezó cuando me despidieron del banco. Fue un recorte masivo, nada personal, pero yo lo sentí como una derrota. Los días se volvieron largos y pesados. Me refugié en la comida, en la televisión, en la autocompasión. Mientras tanto, Lucía florecía. Bajó de peso, hizo nuevas amigas en el trabajo y hasta empezó a salir a correr por el parque Centenario.

Una tarde, mientras ella se ataba las zapatillas para salir a trotar, me miró con una mezcla de compasión y desafío:

—¿No querés venir conmigo? Te haría bien mover un poco las piernas.

—Estoy cansado —mentí. En realidad, tenía miedo de no poder seguirle el ritmo.

Esa noche soñé que corría tras ella por una avenida interminable y nunca lograba alcanzarla. Me desperté sudando, con el corazón latiendo fuerte y una sensación de pérdida que no sabía cómo nombrar.

Las discusiones empezaron a aparecer como grietas en las paredes del departamento. Yo me volvía irritable por cualquier cosa: si Lucía llegaba tarde del trabajo, si ponía música para limpiar, si me sugería cambiar la pizza por una sopa de verduras.

—¿Por qué estás tan insoportable? —me preguntó un sábado por la tarde, mientras yo zapeaba sin mirar nada.

—No estoy insoportable —gruñí—. Solo estoy cansado de que todo haya cambiado.

Ella se sentó a mi lado y me tomó la mano. Sentí su piel tibia y firme. Antes era yo quien tenía las manos grandes y seguras; ahora eran las suyas las que sostenían las mías.

—Martín —dijo bajito—, yo también tuve miedo cuando todo cambió para mí. Pero vos me ayudaste a salir adelante… ¿Por qué no me dejás ayudarte ahora?

No supe qué responderle. El orgullo me ahogaba. ¿Cómo iba a admitir que necesitaba ayuda? ¿Que extrañaba sentirme fuerte y admirado?

Pasaron los meses. El espejo se volvió mi enemigo. Cada vez que me veía desnudo después de la ducha, recordaba las veces que le señalé a Lucía sus rollitos o sus estrías. Ahora era yo quien evitaba mirarse demasiado tiempo.

Un día encontré una foto vieja: los dos en Mar del Plata, riendo bajo el sol. Ella estaba más rellenita y yo más flaco. Pero lo que más me llamó la atención fue cómo nos mirábamos: con amor verdadero, sin juicios ni reproches.

Esa noche esperé a Lucía con una cena liviana y dos copas de vino. Cuando llegó, se sorprendió:

—¿Qué festejamos?

—Nada… o todo —le respondí—. Quiero pedirte perdón por todas las veces que te hice sentir menos. Ahora entiendo lo difícil que es mirarse al espejo y no reconocerse.

Lucía se acercó y me abrazó fuerte. Sentí cómo su respiración se acompasaba con la mía.

—Te amo igual —susurró—. Pero quiero verte feliz otra vez.

Empezamos a caminar juntos por el parque los domingos. Al principio me costaba seguirle el paso, pero ella nunca me apuró ni se burló. Me enseñó a preparar comidas más sanas y hasta me animó a buscar ayuda profesional para mi ansiedad.

Un día, después de meses de esfuerzo, logré correr una vuelta entera sin parar. Lucía me esperaba en la meta con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos.

—Viste que podías —me dijo entre risas y sollozos.

Ahora sé que los roles pueden cambiar en cualquier momento. Que nadie está exento de caer ni de levantarse otra vez. Aprendí a mirar a Lucía con otros ojos: los del respeto y la gratitud.

A veces me pregunto: ¿Cuántas veces lastimamos a quienes amamos por miedo a enfrentar nuestras propias inseguridades? ¿Cuántos espejos necesitamos romper antes de aprender a vernos —y ver al otro— con compasión?