Cuando el hilo se rompe: La historia de los Ramírez sin remesas
—¡No me digas que otra vez no llegó nada! —gritó mi papá, Ernesto, mientras lanzaba el celular contra la mesa de la cocina. Yo, Camila, tenía quince años y sentí cómo el miedo me apretaba el pecho. El mensaje de mi mamá, Lucía, era claro: “No puedo mandar plata este mes. Perdón, hija. Cuida a tu papá”.
La casa olía a humedad y a café recalentado. Afuera, en nuestro barrio de las afueras de Lima, los perros ladraban y los niños jugaban fútbol con una pelota desinflada. Pero adentro, el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —pregunté en voz baja, aunque ya sabía la respuesta. Papá se pasó la mano por el cabello, despeinado y con ojeras profundas.
—No sé, Camila. No sé —dijo, y su voz sonó más cansada que nunca.
Mi mamá llevaba tres años trabajando como empleada doméstica en Santiago de Chile. Cada mes nos mandaba dinero para la comida, el colegio y la renta. Pero desde que la pandemia golpeó fuerte allá, perdió su trabajo y empezó a limpiar casas por horas. El dinero ya no alcanzaba ni para ella.
Esa noche cenamos arroz con huevo. Papá no habló más. Yo fingí hacer tarea, pero solo miraba la foto de mamá en mi celular. Quería llamarla, pero sabía que lloraría y no quería preocuparla más.
Los días siguientes fueron una sucesión de malas noticias. El casero vino a cobrar y papá le prometió que pagaría “la próxima semana”. En el colegio me avisaron que si no pagábamos la mensualidad, no podría rendir exámenes finales. Mi mejor amiga, Valeria, me ofreció prestarme sus cuadernos para estudiar en casa.
Una tarde, encontré a papá sentado en la sala con una botella de ron barata. Nunca lo había visto tomar tanto. Me miró con los ojos vidriosos.
—¿Tú crees que tu mamá se olvidó de nosotros? —preguntó de repente.
—No, papá. Ella está luchando allá —respondí, aunque por dentro sentía rabia porque ella no estaba aquí para ayudarnos.
—Yo también lucho —dijo él—. Pero nadie ve eso.
Me levanté y fui a mi cuarto. Cerré la puerta y lloré en silencio. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil? ¿Por qué mi familia tenía que depender de un país lejano para sobrevivir?
Las semanas pasaron y papá empezó a cambiar. Se volvió más irritable, gritaba por cualquier cosa y dejó de buscar trabajo. Un día llegó tarde y con olor a trago. Me asusté cuando lo vi tirado en el sofá, murmurando cosas sobre la vida y la suerte.
—¡Levántate! —le grité—. ¡No puedes rendirte!
Él me miró con una mezcla de tristeza y enojo.
—¿Y tú qué sabes? Eres solo una niña —me dijo.
Me dolió tanto que quise salir corriendo de esa casa. Pero no tenía a dónde ir. Al día siguiente, fui a buscar a mi tía Rosa, hermana de mi mamá. Ella vivía en un barrio aún más pobre, pero siempre tenía palabras amables.
—Camila, tu papá está sufriendo —me dijo—. Los hombres aquí no saben pedir ayuda. Se sienten menos si no pueden mantener a su familia.
—¿Y yo? ¿Quién me ayuda a mí? —pregunté entre lágrimas.
Rosa me abrazó fuerte.
Esa noche decidí escribirle una carta a mi mamá:
“Mamá,
No te preocupes por nosotros. Yo voy a cuidar a papá como tú me pediste. Pero necesito que me digas la verdad: ¿vas a volver algún día? Aquí todo está difícil y siento que me estoy quedando sola…”
No recibí respuesta enseguida. Mientras tanto, empecé a vender gelatinas en la puerta del colegio para ayudar con algo en la casa. Mis compañeros se burlaban al principio, pero después algunos empezaron a comprarme porque sabían que lo necesitaba.
Un sábado por la tarde, papá entró a mi cuarto sin avisar. Tenía los ojos hinchados.
—Perdóname, hija —dijo—. No soy el padre que mereces.
Me quedé callada. Él se sentó en mi cama y empezó a llorar como un niño.
—Extraño a tu mamá… extraño cuando todo era más fácil —confesó.
Lo abracé fuerte. Por primera vez sentí que éramos dos náufragos agarrados al mismo pedazo de madera en medio del mar.
Unos días después llegó un audio de mamá:
“Camila, perdón por no contestar antes. Estoy buscando otro trabajo y apenas pueda les mando algo. No sé cuándo podré volver… pero los amo mucho.”
Escuché ese mensaje mil veces. Quise odiarla por habernos dejado solos, pero no pude. Sabía que ella también sufría lejos de nosotros.
Con el tiempo aprendimos a sobrevivir sin esperar milagros del extranjero. Papá consiguió trabajo como ayudante de albañil y yo seguí vendiendo gelatinas hasta terminar el colegio. A veces discutíamos fuerte, pero también aprendimos a pedirnos perdón.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias en nuestro país viven esperando una remesa que nunca llega? ¿Cuántos padres e hijos se pierden entre el orgullo y el dolor? Tal vez no hay respuestas fáciles… pero sé que mientras haya amor, siempre habrá esperanza.