Cuando el hogar deja de ser hogar: Entre mi nuera y mi hija
—¿Otra vez va a mover mis cosas, señora Graciela? —La voz de Mariana, mi nuera, retumbó en la cocina como un trueno inesperado. Yo apenas sostenía la taza de café, temblorosa, mientras miraba el reloj que colgaba torcido en la pared. Eran las seis de la mañana y ya sentía el peso del día sobre mis hombros.
No respondí. ¿Qué podía decirle? Que solo quería limpiar un poco, que me sentía inútil desde que mis hijos se fueron, que necesitaba sentirme útil en una casa que ya no era mía. Pero Mariana no quería escuchar explicaciones. Desde que mi hijo, Martín, se fue a trabajar a Buenos Aires y me dejó viviendo con ella y los nietos en Córdoba, todo cambió. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas.
—Perdón, Mariana —susurré, bajando la mirada—. Solo quería ayudar…
Ella resopló y salió de la cocina. Me quedé sola, escuchando el eco de sus pasos y el murmullo lejano del televisor en el cuarto de los chicos. Me pregunté si alguna vez volvería a sentirme parte de una familia.
Cuando Martín llamó esa noche, intenté sonar animada. Pero él estaba apurado, como siempre.
—Mamá, ¿todo bien por allá? Mariana me dijo que discutieron otra vez.
—No fue nada, hijo. Solo un malentendido —mentí.
—Bueno, tratá de llevarte bien con ella. Sabés que ahora depende mucho de vos con los chicos.
Colgó antes de que pudiera decirle cuánto lo extrañaba. Me quedé mirando el teléfono, sintiendo una soledad tan profunda que dolía en el pecho.
Pasaron semanas así. Mariana cada vez más distante, los nietos creciendo sin buscarme para nada más que para calentarles la leche o ayudarles con la tarea. Una tarde, después de una discusión por una toalla mojada en el baño, Mariana me lo dijo sin rodeos:
—Graciela, creo que sería mejor que te quedaras unos días con tu hija. Acá las cosas están tensas y no quiero que los chicos se sientan incómodos.
Sentí que me arrancaban el corazón del pecho. Pero asentí en silencio y empecé a empacar mis pocas cosas.
Llamé a Lucía, mi hija menor, que vivía en Rosario con su esposo y su pequeña hija.
—Mamá… —su voz sonaba fría—. No sé si es buen momento. Estamos con mucho trabajo y la nena está enferma.
—Solo serían unos días, Lucía. No quiero molestar…
Suspiró del otro lado del teléfono.
—Bueno, venite. Pero no prometo poder estar mucho tiempo con vos.
El viaje en colectivo fue largo y silencioso. Miraba por la ventana los campos interminables y pensaba en mi infancia en Santiago del Estero, cuando la familia era todo y nadie se quedaba solo. ¿En qué momento cambió todo?
En Rosario me recibió Lucía con un abrazo apurado. Su esposo ni siquiera salió a saludarme; estaba encerrado en su oficina trabajando desde casa. La nena tenía fiebre y lloraba sin parar.
—Mamá, ¿podés quedarte con ella mientras preparo algo para cenar? —me pidió Lucía, sin mirarme a los ojos.
Pasé la noche cuidando a mi nieta mientras Lucía discutía con su esposo por dinero y por el trabajo. Sentí que sobraba en esa casa también.
Al tercer día, Lucía me habló mientras lavaba los platos:
—Mamá, no te ofendas… pero creo que sería mejor que volvieras a Córdoba. Acá estamos todos muy estresados y no quiero que te sientas mal.
Me mordí los labios para no llorar frente a ella. Asentí y empecé a hacer mi valija otra vez.
Esa noche dormí poco. Pensé en mi esposo fallecido hace años, en cómo juntos soñábamos con una vejez rodeados de hijos y nietos. Pensé en todas las veces que me sacrifiqué por ellos: las noches sin dormir cuando eran bebés, los trabajos extras para pagarles la universidad, las comidas calientes esperando en la mesa aunque yo ya no tuviera hambre.
¿En qué momento dejé de ser necesaria? ¿Por qué ahora parecía una carga?
Volví a Córdoba sin avisar a nadie. No tenía adónde ir. Caminé por las calles del barrio buscando algún rostro conocido, pero todos parecían ajenos, ocupados en sus propios problemas.
Me senté en una plaza y miré a las familias pasar: madres jóvenes empujando cochecitos, abuelas riendo con sus nietos. Sentí una punzada de celos y tristeza.
Esa noche dormí en casa de una vecina, doña Rosa, que me ofreció un mate caliente y una cama improvisada en el living.
—Graciela, vos siempre fuiste buena madre —me dijo mientras cebaba el mate—. A veces los hijos se olvidan de todo lo que hicimos por ellos. Pero no es culpa tuya.
Lloré en silencio mientras ella me acariciaba la mano arrugada.
Al día siguiente llamé a Martín para decirle que estaba bien, pero no le conté toda la verdad. No quería preocuparlo ni cargarlo con mis penas.
Ahora paso los días ayudando a doña Rosa con su jardín y cocinando para sus nietos cuando vienen de visita. No es mi familia, pero al menos aquí me siento útil otra vez.
A veces me pregunto si algún día mis hijos entenderán lo sola que me siento. Si recordarán todo lo que hice por ellos o si seguirán viéndome como una carga incómoda.
¿Será que todas las madres llegamos a este punto? ¿O fui yo la que falló en algo? ¿Dónde queda el lugar para una madre cuando ya no es indispensable?
¿Ustedes también han sentido alguna vez que el hogar deja de ser hogar?