Cuando el hogar ya no abriga: El renacer de Mariana

—¿Vas a quedarte ahí toda la noche? —La voz de Andrés retumbó en la cocina, cortando el silencio como un cuchillo. No respondí. El agua helada me quemaba los dedos, pero era preferible a sentir el vacío que se había instalado en mi pecho desde hacía meses.

No sé en qué momento nuestro hogar dejó de ser refugio para convertirse en campo de batalla. Recuerdo cuando llegamos a esta casa en las afueras de Medellín, llenos de sueños y promesas. Ahora, cada rincón parecía recordarme lo que habíamos perdido: la risa de nuestros hijos, Camila y Mateo, se había vuelto tímida; las cenas familiares eran un desfile de miradas esquivas y palabras medidas.

Esa noche, después de lavar los platos, me encerré en el baño y dejé que el llanto me desbordara. Me pregunté en qué momento dejé de ser Mariana para convertirme solo en «la mamá», «la esposa», «la que resuelve todo». Andrés y yo ya no éramos equipo; éramos dos extraños compartiendo techo y responsabilidades.

—¿Por qué no hablas? —me reclamó Andrés días después, cuando intenté explicarle que me sentía sola.
—¿Hablar para qué? Si siempre es lo mismo —le respondí, con la voz quebrada.

Él suspiró y se fue a dormir al sofá. Yo me quedé mirando el techo, preguntándome si el amor realmente se acaba o solo se transforma en algo irreconocible.

Las semanas pasaron entre rutinas agotadoras: llevar a los niños al colegio, trabajar medio tiempo en la panadería de mi tía Rosa, volver a casa a preparar la comida. Nadie preguntaba cómo me sentía. Yo tampoco sabía cómo responder si lo hacían.

Un día, Camila llegó llorando porque una compañera le había dicho que sus papás iban a divorciarse. Me abrazó fuerte y sentí una punzada de culpa. ¿Qué ejemplo les estaba dando? ¿Qué clase de madre era si ni siquiera podía cuidar de mí misma?

Esa noche, mientras los niños dormían, llamé a mi hermana Lucía. Siempre había sido mi confidente, aunque vivía lejos, en Cali.

—Mariana, no puedes seguir así —me dijo con firmeza—. Tienes que pensar en ti. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo solo para ti?

No supe qué responderle. Había olvidado lo que era tener un hobby, salir con amigas o simplemente leer un libro sin sentirme culpable.

Al día siguiente, decidí caminar hasta el parque del barrio después de dejar a los niños en el colegio. Me senté bajo un árbol y lloré otra vez, pero esta vez fue diferente: sentí alivio. Miré alrededor y vi a otras mujeres como yo: algunas con bebés en brazos, otras charlando animadamente. Me pregunté si ellas también sentían ese vacío.

Empecé a ir al parque todos los días. Poco a poco, me animé a saludar a otras mamás. Una de ellas, Paola, me invitó a un grupo de yoga comunitario los sábados por la mañana. Al principio dudé —¿qué iban a pensar Andrés o los niños si no estaba en casa?— pero acepté.

El primer día de yoga sentí vergüenza: mi cuerpo estaba rígido y mi mente dispersa. Pero al terminar la clase, Paola me sonrió y me dijo: —No te preocupes, todas empezamos así. Lo importante es que viniste.

Esa frase me acompañó toda la semana. Empecé a buscar pequeños momentos para mí: leer mientras los niños hacían tareas, escuchar música mientras cocinaba, escribir en un cuaderno mis pensamientos más oscuros.

Andrés notó el cambio. Al principio se mostró distante, incluso molesto.
—¿Ahora te da por salir todos los sábados? —me preguntó con tono acusador.
—Sí —le respondí sin miedo—. Necesito tiempo para mí.

Discutimos esa noche. Él me reprochó que estaba descuidando la casa y a los niños. Yo le grité que estaba cansada de cargar sola con todo. Por primera vez en años, dije lo que sentía sin miedo a su reacción.

La tensión creció durante semanas. Los niños lo notaron y empezaron a preguntar si íbamos a separarnos. Yo no tenía respuestas claras; solo sabía que no podía seguir viviendo como antes.

Un domingo por la tarde, después de una pelea especialmente dura, Andrés se sentó junto a mí en el balcón.
—No sé qué nos pasó —dijo en voz baja—. Siento que te estoy perdiendo.
—Hace mucho que me perdiste —le respondí—. Pero también yo me perdí a mí misma.

Lloramos juntos esa noche. Por primera vez en mucho tiempo, hablamos sin reproches ni gritos. Le conté cómo me sentía invisible, cómo necesitaba reencontrarme antes de poder salvar nuestro matrimonio.

Andrés aceptó ir juntos a terapia familiar. No fue fácil: hubo sesiones llenas de silencios incómodos y verdades dolorosas. Pero poco a poco aprendimos a escucharnos otra vez.

No todo se resolvió mágicamente. Hubo días en los que quise rendirme y otros en los que sentí esperanza. Aprendí a poner límites, a pedir ayuda cuando la necesitaba y a no sentirme culpable por cuidar de mí misma.

Hoy puedo decir que sigo en proceso de reconstrucción. Mi relación con Andrés es diferente: menos idealizada pero más honesta. Mis hijos ven una mamá más fuerte y feliz. Y yo… yo vuelvo a reconocerme cuando me miro al espejo.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre el deber y el olvido de sí mismas? ¿Cuántas se atreven a buscarse antes de perderse por completo? ¿Y tú… te has sentido así alguna vez?