Cuando el Matrimonio Se Vuelve un Sueño Lejano: La Historia de Mariana
—¿Y tú para cuándo, Mariana? —La voz de mi tía Lucía retumbó en la sala, entre el aroma a café recién colado y las risas de mis primos pequeños jugando en el patio. Sentí cómo todas las miradas se posaban sobre mí, como si fuera la única soltera en toda la ciudad de Medellín.
No respondí. Solo sonreí, apreté la taza entre mis manos y miré por la ventana, buscando en las montañas alguna respuesta que calmara el nudo en mi garganta. Tenía treinta y cuatro años, una carrera sólida como ingeniera civil, un apartamento propio y una vida llena de viajes y proyectos. Pero para mi familia, nada de eso parecía suficiente si no venía acompañado de un anillo en el dedo.
—Ay, Lucía, déjala tranquila —intervino mi mamá, aunque su tono no era del todo convincente—. Mariana está feliz así, ¿no ves?
¿Feliz? ¿Era eso cierto? A veces sí. A veces no. La verdad era más compleja. Había noches en las que me sentía invencible, celebrando mis logros con una copa de vino y la ciudad iluminada a mis pies. Pero también había otras en las que el silencio del apartamento me pesaba como una losa.
En la oficina, mis colegas —la mayoría hombres— me respetaban, pero también me miraban con cierta extrañeza cuando mencionaba que vivía sola. “¿Y tu esposo?”, preguntaban algunos, como si fuera una pieza que faltaba en el rompecabezas de mi vida. Yo respondía con evasivas o bromas, pero por dentro sentía la presión de un reloj invisible.
Mi mejor amiga, Valeria, era mi confidente. Ella sí entendía lo que era luchar por un espacio propio en una sociedad que todavía esperaba que las mujeres priorizáramos el matrimonio sobre cualquier otra cosa.
—¿Y si nunca llega? —le pregunté una noche mientras compartíamos arepas y cerveza en su balcón.
—¿El qué? ¿El hombre perfecto? —rió ella—. Eso es un mito, Mari. Pero sí creo que hay alguien allá afuera para ti. Solo que no tiene que ser ahora ni bajo las reglas de nadie más.
Pero yo sí quería casarme. No por cumplir con nadie, sino porque soñaba con compartir mi vida, construir algo juntos, tener hijos quizá. Sin embargo, cada vez que salía con alguien, la historia se repetía: hombres inseguros ante mi independencia, otros que solo buscaban pasar el rato o aquellos que huían al escuchar la palabra “compromiso”.
Una tarde lluviosa conocí a Santiago en una conferencia sobre infraestructura sostenible. Era arquitecto, divertido y parecía admirar mi pasión por el trabajo. Salimos varias veces; hablábamos de todo: política, arte, sueños de viajar por Latinoamérica. Por primera vez en años sentí que podía bajar la guardia.
Pero cuando le hablé de mis ganas de formar una familia, su expresión cambió.
—No sé si estoy listo para eso —me dijo—. Me gusta estar contigo, pero no quiero sentirme presionado.
Me dolió más de lo que quise admitir. ¿Era yo demasiado directa? ¿Demasiado exigente? ¿O simplemente estaba pidiendo lo que merecía?
Las semanas siguientes fueron un torbellino emocional. Mi mamá empezó a sugerirme citas a ciegas con hijos de amigas suyas: abogados exitosos pero arrogantes, médicos sin tiempo para nada más que su trabajo o tipos que solo querían presumir a una mujer “exitosa” como trofeo.
—No te pongas tan difícil —me decía mi abuela mientras tejía en su mecedora—. Antes uno se casaba joven y aprendía a querer al marido con los años.
Pero yo no quería resignarme a eso. No quería casarme solo por miedo a la soledad o por cumplir expectativas ajenas.
Un domingo cualquiera, después de otra comida familiar llena de indirectas y preguntas incómodas, exploté.
—¡Basta! —grité—. ¿Por qué nadie le pregunta a Juan cuándo va a dejar de ser tan irresponsable o a Camila cuándo va a terminar la universidad? ¿Por qué solo yo tengo que dar explicaciones?
El silencio fue absoluto. Mi papá me miró con tristeza; mi mamá bajó la cabeza. Salí al jardín y lloré como hacía años no lo hacía.
Esa noche llamé a Valeria.
—No puedo más —le confesé—. Siento que nunca voy a ser suficiente para ellos si no me caso.
—Mari, tú eres suficiente —me dijo con firmeza—. Pero entiendo tu dolor. Nos criaron para creer que el matrimonio es la meta final, pero tú ya has construido una vida increíble. Si llega alguien para compartirla contigo, genial; si no, igual eres valiosa.
Empecé terapia poco después. Necesitaba entender por qué me dolía tanto no cumplir con ese ideal y cómo podía reconciliarme con mis propios deseos sin dejarme arrastrar por la presión social.
En las sesiones descubrí heridas viejas: el miedo al rechazo, la necesidad de aprobación familiar, la inseguridad disfrazada de autosuficiencia. Lloré mucho. Me enojé conmigo misma y con el mundo.
Pero también aprendí a celebrar mis logros sin sentir culpa. A disfrutar mis noches sola sin sentirme incompleta. A salir con hombres sin expectativas desmedidas ni miedo al futuro.
Un día cualquiera, mientras caminaba por el centro de Medellín rumbo a una reunión importante, vi a una pareja mayor tomados de la mano. Sonreían tranquilos bajo el sol tibio de la tarde. Sentí una punzada de nostalgia y esperanza al mismo tiempo.
Quizá algún día encuentre ese amor sereno y cómplice. O quizá no. Pero ya no siento que mi valor dependa de eso.
Hoy sigo soñando con casarme algún día, pero ya no es una urgencia ni una deuda pendiente con nadie más que conmigo misma.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo estarán luchando en silencio contra estas expectativas? ¿Cuándo aprenderemos a medir nuestro valor por lo que somos y no por lo que otros esperan de nosotras?
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido esa presión? ¿Cómo has aprendido a vivir con ella o a liberarte?