Cuando el mundo se aleja: La historia de Mariana y Emiliano
—¿Por qué a nosotros, Dios mío? —susurré mientras sostenía la pequeña mano de Emiliano, su cuerpecito temblando bajo las sábanas del hospital. El monitor pitaba con un ritmo que se me clavaba en el pecho. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del Hospital General de Puebla como si quisiera entrar y arrastrar mi dolor consigo.
Hace apenas unos meses, mi vida era otra. Me llamo Mariana Torres, tengo veintisiete años y hasta hace poco creía que la felicidad era un derecho adquirido. Mi esposo, Julián, era un hombre trabajador, cariñoso, y juntos esperábamos a nuestro primer hijo con una ilusión que nos desbordaba. Mis padres, Don Ernesto y Doña Lucía, siempre me apoyaron, aunque nunca dejaron de recordarme que debía terminar la universidad antes de pensar en familia. Mi hermano menor, Santiago, era mi cómplice en todo.
El día que nació Emiliano, el sol parecía brillar solo para nosotros. “Es fuerte como su papá”, dijo Julián entre lágrimas. Los primeros meses fueron un sueño: las visitas de mis amigas, los consejos de mi madre, las risas de Santiago jugando con su sobrino. Pero a los cuatro meses, todo cambió.
Emiliano empezó a llorar sin consuelo. Su piel se volvió pálida y sus ojitos perdieron el brillo. Lo llevamos de urgencia al hospital. “Leucemia”, dijo el doctor con voz grave. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Julián esa noche, sentado en la sala del hospital, con la cabeza entre las manos.
—Vamos a luchar —le respondí, aunque mi voz temblaba más que mis piernas.
Al principio, todos estuvieron ahí. Mis padres trajeron comida y palabras de aliento. Mis amigas organizaron rifas para ayudarnos con los gastos. Pero los días se hicieron semanas, y las semanas meses. El dinero se acabó rápido; las cuentas del hospital crecían como una sombra sobre nuestras cabezas.
Una tarde, mientras le cambiaba el suero a Emiliano, escuché a mi madre hablando con Julián en el pasillo:
—Te lo dije, hijo. Mariana debió terminar la carrera antes de tener hijos. Ahora mira en qué lío están metidos.
—No es momento para reproches, suegra —respondió Julián, pero su voz sonaba cansada.
Esa noche, mi madre me miró con dureza:
—Si hubieras estudiado como te dijimos, ahora podrías ayudar más. ¿De qué te sirvió casarte tan joven?
Sentí una rabia sorda mezclada con vergüenza. ¿Acaso no veía que estaba haciendo todo lo posible?
Poco a poco, las visitas se hicieron menos frecuentes. Mis amigas dejaron de llamar; tenían sus propias vidas y problemas. Santiago consiguió trabajo en Monterrey y se fue sin despedirse bien. Mi padre dejó de venir; decía que el ambiente del hospital lo deprimía demasiado.
Julián empezó a llegar tarde. Decía que tenía que trabajar horas extras para pagar las medicinas de Emiliano, pero yo sabía que algo andaba mal. Una noche, después de una discusión por dinero, me soltó:
—No sé cuánto más puedo con esto, Mariana. Siento que me ahogo.
No volví a verlo al día siguiente. Ni al siguiente. Ni nunca más.
Me quedé sola con Emiliano y una montaña de cuentas por pagar. El hospital amenazó con suspender el tratamiento si no liquidaba la deuda. Vendí mi anillo de bodas y la televisión para comprar los medicamentos más urgentes.
Una tarde, mientras intentaba dormir en la incómoda silla junto a la cama de Emiliano, escuché a dos enfermeras murmurar:
—Pobrecita… tan joven y ya tan sola.
—Eso pasa por andar teniendo hijos sin estar preparada —respondió la otra.
Las palabras me atravesaron como cuchillos. ¿Era culpa mía? ¿Merecía este castigo por haber elegido ser madre antes que profesionista?
Un día cualquiera, mientras le cantaba bajito a Emiliano para calmar su fiebre, mi madre apareció en la puerta del cuarto:
—Mariana… no puedo seguir viniendo —dijo sin mirarme a los ojos—. Tu papá está muy mal y yo… yo ya no puedo con esto.
No supe qué decirle. Solo asentí y la vi marcharse como si se llevara consigo el último pedazo de esperanza que me quedaba.
Pasaron los meses entre quimioterapias, noches en vela y silencios cada vez más largos. Aprendí a pedir ayuda a desconocidos: una vecina me regaló comida; una señora del mercado me dio trabajo vendiendo dulces afuera del hospital. A veces lloraba en silencio para no asustar a Emiliano.
Una tarde cualquiera, mientras le leía un cuento a mi hijo, él me miró con sus grandes ojos oscuros y preguntó:
—¿Mami, por qué estamos solos?
No supe qué responderle. Solo lo abracé fuerte y le prometí que nunca lo dejaría.
Hoy Emiliano sigue luchando. Yo también. No sé si algún día podré perdonar a quienes me dieron la espalda cuando más los necesitaba. Pero aprendí que el amor de una madre puede sostener el mundo entero cuando todos los demás lo dejan caer.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más estarán viviendo esto en silencio? ¿Por qué la sociedad nos juzga tan duro cuando caemos? ¿Acaso no merecemos compasión antes que reproches?