Cuando el nido vuelve a llenarse: La segunda juventud que no fue
—¡Mamá, por favor, abre!— escuché la voz de Lucía al otro lado de la puerta, temblorosa, casi quebrada. Eran las dos de la madrugada y yo apenas había conciliado el sueño. Me levanté con el corazón en la garganta, temiendo lo peor. Cuando abrí, la vi: los ojos hinchados de tanto llorar, el cabello revuelto y a su lado, Tomás, mi nieto de cinco años, abrazando un peluche.
—¿Qué pasó, hija?— pregunté, aunque ya lo intuía. El matrimonio de Lucía llevaba meses tambaleándose. El silencio de las noches se llenaba de suspiros y mensajes que nunca me atrevía a leer en su rostro.
—Me fui de la casa, mamá. No podía más— dijo ella, y se desmoronó en mis brazos. Tomás me miró con miedo y cansancio. Lo abracé también, sintiendo cómo mi pecho se llenaba de amor y angustia a partes iguales.
No era así como había imaginado mi segunda juventud. Cuando cumplí cuarenta y cinco años, contaba los días para que mis hijos volaran del nido. No porque no los amara; los amaba con todo mi ser. Pero estaba cansada. Cansada de ser siempre la que resuelve, la que escucha, la que cocina y lava y consuela. Soñaba con paseos largos con mi perro Pancho por el parque, con ir al cine en medio de la semana sin mirar el reloj, con tal vez ahorrar para un viaje a Cartagena o a Mendoza. Soñaba con vivir para mí.
Pero esa noche, mientras preparaba chocolate caliente para Lucía y Tomás, supe que mis sueños tendrían que esperar. Otra vez.
Los primeros días fueron un torbellino de emociones. Lucía dormía hasta tarde y apenas comía. Tomás lloraba por su papá y preguntaba cuándo volverían a casa. Yo intentaba mantener la calma, pero por dentro sentía una mezcla de rabia e impotencia. ¿Por qué tenía que ser yo siempre el sostén? ¿Por qué nadie pensaba en lo que yo quería?
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Lucía hablar por teléfono en voz baja:
—No sé qué hacer… Mamá está haciendo todo por nosotros, pero siento que la estoy ahogando…
Me quedé quieta, con las manos mojadas y el corazón apretado. ¿Era tan evidente mi cansancio? ¿Tan notoria mi frustración?
Esa noche, después de acostar a Tomás, me senté con Lucía en la mesa de la cocina. El silencio era pesado.
—Mamá… perdón— dijo ella de pronto—. Sé que esto no era lo que esperabas para tu vida ahora…
La miré largo rato antes de responder.
—No tienes que pedir perdón por necesitarme. Pero sí quiero que entiendas que yo también necesito algo… necesito sentir que mi vida me pertenece un poco.
Lucía bajó la mirada. Vi en sus ojos el reflejo de mis propios miedos cuando era joven: miedo a fallar, miedo a ser una carga, miedo a no saber cómo seguir adelante.
Los días pasaron y tratamos de encontrar un equilibrio. Lucía empezó a buscar trabajo; yo cuidaba a Tomás mientras ella iba a entrevistas o hacía trámites en el juzgado de familia. A veces me sentía útil y necesaria; otras veces me invadía una tristeza profunda al ver cómo mis planes se desvanecían una vez más.
Un domingo cualquiera, mientras preparábamos empanadas para el almuerzo, Lucía me miró y dijo:
—¿Te acuerdas cuando decías que querías aprender a bailar tango?
Reí con amargura.
—Eso fue hace siglos…
—¿Y por qué no lo haces ahora? Yo puedo cuidar a Tomás una noche a la semana…
La propuesta me sorprendió. ¿Era posible? ¿Podía darme ese pequeño lujo sin sentirme egoísta?
Esa noche busqué en internet clases de tango cerca de casa. Me inscribí sin pensarlo mucho. La primera vez que fui sentí una mezcla de culpa y emoción: culpa por dejar a Lucía sola con sus problemas; emoción por recordar que yo también tenía derecho a soñar.
Poco a poco, la rutina fue cambiando. Lucía consiguió un trabajo medio tiempo en una librería del centro; Tomás empezó el jardín infantil del barrio. Yo seguía siendo el pilar de la casa, pero empecé a permitirme pequeños espacios: una caminata sola al atardecer, una tarde leyendo en la plaza, una noche bailando tango entre desconocidos.
No todo fue fácil. Hubo días en que discutimos fuerte:
—¡No soy tu niñera!— le grité una vez cuando llegó tarde sin avisar.
—¡Y yo no pedí volver aquí!— respondió ella entre lágrimas.
Después nos abrazamos y lloramos juntas. Porque sabíamos que ninguna eligió esta situación; simplemente nos tocó vivirla.
A veces pienso en todas las mujeres como yo: madres que postergan sus sueños una y otra vez por amor a sus hijos. Mujeres invisibles para el mundo pero imprescindibles para sus familias. ¿Cuándo nos toca vivir para nosotras?
Hoy Lucía está mejor. Sonríe más seguido y hasta ha empezado a salir con amigas del trabajo. Tomás ya casi no pregunta por su papá; ahora me abraza fuerte cada mañana antes de ir al jardín.
Yo sigo soñando con viajar algún día o simplemente tener una tarde entera para mí sin sentir culpa. Pero también he aprendido algo importante: la vida nunca es como uno la planea. Y aunque a veces pesa mucho ser el sostén de todos, también hay belleza en saber que somos capaces de amar incluso cuando estamos cansadas.
¿Será que algún día podré vivir sólo para mí? ¿O será que las mujeres como yo estamos destinadas a posponer siempre nuestros propios sueños? ¿Ustedes qué piensan?