Cuando el Olvido Toca la Puerta: Un Día con Mamá Elena
—¡Mamá, que la abuela se pierda de una vez! ¡Así todos estaríamos mejor!—escupió Lucía, mi hija de quince años, con una rabia que me heló la sangre.
Yo estaba sirviendo el café en la mesa de la cocina, esa mesa vieja de madera que ha visto más discusiones que celebraciones en los últimos años. Mi esposa, Mariana, se levantó despacio, como si cada palabra de Lucía le pesara en los huesos.
—Lucía, por favor, cierra la puerta—dijo Mariana, sin mirarla, mientras recogía los platos. Su voz era un suspiro cansado, el eco de muchas noches sin dormir.
La abuela Elena estaba sentada junto a la ventana, mirando el jardín como si buscara algo entre las bugambilias. No sé si escuchó el comentario de Lucía o si su mente ya estaba demasiado lejos para entenderlo. A veces me pregunto si no sería mejor para ella estar perdida en ese otro mundo, donde no hay reproches ni miradas de lástima.
Me senté frente a mi taza y sentí que el café me quemaba la garganta. Nadie hablaba. El reloj de la pared marcaba las 7:10, pero en casa parecía que el tiempo se había detenido desde que mamá empezó a olvidar nuestros nombres.
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que la cuide?—insistió Lucía, cruzando los brazos—. Mis amigas salen, van al cine, hacen TikToks… Yo tengo que quedarme aquí porque la abuela puede salir corriendo o hacerse pipí encima.
Mariana apretó los labios y me miró con esos ojos llenos de preguntas mudas. Yo también me sentía atrapado: entre el deber de hijo y el cansancio de padre. ¿En qué momento nuestra casa se convirtió en una jaula?
—No es justo para nadie—dije al fin, con voz ronca—. Pero es nuestra familia. No podemos simplemente… dejarla ir.
Lucía bufó y subió las escaleras dando portazos. El silencio volvió a caer como una manta pesada. Mariana se sentó a mi lado y tomó mi mano.
—No sé cuánto más podamos seguir así, Andrés—susurró—. Estoy cansada. Tú trabajas todo el día y yo… yo ya no soy yo.
La miré y vi las ojeras profundas, las arrugas nuevas en su frente. Mariana era fuerte, pero hasta las montañas se desgastan con el tiempo.
De pronto, escuchamos un ruido en la puerta del patio. Mamá Elena estaba intentando abrirla, con las manos temblorosas y los ojos perdidos.
—¿A dónde vas, mamá?—le pregunté, acercándome despacio.
Ella me miró como si fuera un extraño.
—Voy a buscar a mi mamá… Me está esperando para cenar.
Sentí un nudo en la garganta. Mi abuela murió hace más de treinta años. Pero para mamá, el tiempo es un laberinto sin salida.
La abracé y la llevé de vuelta a su sillón favorito. Le puse una manta sobre las piernas y le di su muñeca de trapo, esa que guarda desde niña. Mariana me miraba desde la puerta, con lágrimas en los ojos.
Esa noche cenamos en silencio. Lucía no bajó a comer. Mamá Elena preguntó tres veces quién era yo. Mariana lloró en el baño mientras lavaba los platos.
Cuando todos dormían, me senté a escribir esto en mi cuaderno. Necesitaba sacar todo lo que me ahoga: la culpa por sentirme harto, el miedo a perder a mi madre antes de tiempo, la rabia por ver a mi hija tan fría…
Me acordé de cuando era niño y mamá me llevaba al parque los domingos. Siempre tenía paciencia para enseñarme a andar en bicicleta o curar mis rodillas raspadas. Ahora soy yo quien debe cuidar de ella, pero nadie me enseñó cómo hacerlo sin perderme a mí mismo en el intento.
Al día siguiente, Lucía bajó temprano y se sentó frente a mí sin decir palabra. Sus ojos estaban hinchados; había llorado toda la noche.
—Perdón por lo de ayer—murmuró—. Es que… extraño cuando éramos una familia normal.
La abracé fuerte. No supe qué decirle porque yo también extraño esa normalidad que ya no existe.
En la tarde llegó mi hermana Verónica desde Puebla. Traía una bolsa llena de pan dulce y una sonrisa forzada.
—¿Cómo está la jefa?—preguntó mientras dejaba sus cosas en el sofá.
—Igual… o peor—respondí sin ganas.
Verónica se acercó a mamá Elena y le habló como si nada hubiera cambiado:
—¡Mamá! ¿Te acuerdas cuando hacíamos tamales juntas?
Mamá sonrió por un segundo y luego volvió a perderse en su mundo.
Verónica me tomó del brazo y me llevó a la cocina.
—Andrés, no puedes seguir así. Hay lugares donde pueden cuidar mejor a mamá…
Sentí que me apretaban el pecho.
—¿Quieres que la encierre en un asilo? ¿Eso quieres?
Verónica bajó la mirada.
—No es encerrar… Es cuidarla bien. Aquí todos estamos sufriendo… hasta ella.
Me quedé callado. Sabía que tenía razón, pero solo pensar en dejar a mamá en otro lugar me partía el alma.
Esa noche discutimos fuerte con Mariana. Ella decía que Verónica tenía razón; yo gritaba que nadie entiende lo que es ser hijo único hombre en México, cargar con todo porque «así debe ser».
Lucía escuchaba desde las escaleras, abrazando su almohada como si fuera un salvavidas.
Al final nadie ganó la discusión. Solo quedó más distancia entre nosotros.
Pasaron los días y cada uno se fue encerrando más en sí mismo. Mamá Elena tuvo un episodio fuerte: salió al jardín y no supimos dónde estaba durante media hora. Cuando la encontramos llorando junto al portón, Mariana colapsó y gritó que ya no podía más.
Llamé a Verónica esa noche y le dije que buscáramos un lugar digno para mamá. Lloré como niño mientras colgaba el teléfono.
Hoy escribo esto mientras mamá duerme en su sillón, abrazada a su muñeca de trapo. Lucía está haciendo tarea en su cuarto; Mariana lee una novela para distraerse del dolor; yo solo espero no olvidarme de quién soy entre tanto caos.
¿Es egoísmo buscar paz cuando cuidar duele tanto? ¿Cuántas familias más viven este infierno silencioso? Ojalá alguien allá afuera tenga respuestas mejores que las mías.