Cuando el Pasado Llama a la Puerta: La Historia de Lucía y el Eco de un Amor Prohibido
—¿Lucía? —La voz de Mauricio retumbó en mi oído como un trueno en plena madrugada. Me quedé helada, con el teléfono temblando entre mis manos. El ventilador zumbaba en el techo y el televisor murmuraba noticias viejas, pero todo eso desapareció cuando escuché su voz después de tantos años.
—¿Mauricio? —susurré, apenas atreviéndome a pronunciar su nombre. Sentí que Javier, mi esposo, podía despertar en cualquier momento en la habitación contigua. Mi corazón latía tan fuerte que temí que se escuchara por todo el departamento.
—No podía esperar más —dijo él, con ese tono grave que siempre me hacía sentir viva—. He pensado en ti todos estos años. ¿Podemos vernos?
Me quedé en silencio. Afuera, los autos pasaban por la avenida Insurgentes como si nada hubiera cambiado, pero dentro de mí todo era un terremoto. Mauricio había sido mi primer amor en la universidad de Guadalajara, antes de que la vida nos separara y yo terminara casada con Javier, un hombre bueno, trabajador, pero incapaz de entender mis silencios.
Colgué sin responder. Me quedé mirando el teléfono como si fuera una bomba a punto de estallar. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo?
Esa noche no dormí. Recordé las tardes en el parque Revolución, los besos robados entre clases, las promesas susurradas bajo la lluvia tapatía. Recordé también la pelea final: mi padre gritándome que Mauricio no era «de nuestra clase», que yo merecía algo mejor. Y yo, cobarde, aceptando un matrimonio arreglado con Javier para no decepcionar a nadie.
A la mañana siguiente, mientras preparaba café para Javier y los niños, sentí que la culpa me ahogaba. Mi hija Camila me preguntó si estaba enferma porque no dejaba de mirar por la ventana.
—Mamá, ¿estás bien? —me dijo con esos ojos grandes que heredó de mí.
—Sí, mi amor —mentí—. Solo estoy cansada.
Pero no era cansancio. Era miedo. Miedo a lo que sentía, miedo a lo que podía perder.
Esa tarde, mientras Javier veía el partido del Atlas y los niños hacían tarea, salí al balcón con el celular en la mano. Marqué el número de Mauricio casi sin pensarlo.
—Hola —dije apenas contestó.
—Gracias por llamar —su voz sonaba aliviada—. ¿Puedes venir? Estoy en el café donde nos conocimos.
No sé cómo llegué ahí. Caminé por las calles del centro como una sombra, esquivando vendedores ambulantes y parejas tomadas de la mano. Cuando entré al café, lo vi sentado junto a la ventana, igual que hace veinte años. Había envejecido, claro; tenía canas en las sienes y arrugas alrededor de los ojos. Pero seguía siendo él.
Nos miramos largo rato sin decir palabra. Finalmente, se levantó y me abrazó. Sentí que todo el peso de los años se desvanecía.
—¿Por qué ahora? —le pregunté.
—Porque nunca te olvidé —respondió—. Porque no puedo seguir fingiendo que no existes.
Lloré en silencio. Él tomó mi mano y la besó suavemente.
—¿Eres feliz? —me preguntó.
No supe qué responderle. ¿Era feliz? Tenía una familia hermosa, una casa propia en Zapopan, estabilidad… pero también una soledad profunda que ni Javier ni mis hijos podían llenar.
Pasamos horas hablando. Me contó que nunca se casó, que había trabajado duro para sacar adelante a su madre enferma y que siempre pensaba en mí cuando escuchaba nuestro bolero favorito en la radio.
Cuando volví a casa esa noche, Javier ya estaba dormido en el sofá. Lo miré y sentí una punzada de culpa tan fuerte que tuve que sentarme a su lado y acariciarle el cabello. Él se despertó sobresaltado.
—¿Dónde estabas? —preguntó con voz ronca.
—Salí a caminar —mentí otra vez.
Él asintió y volvió a dormirse sin más preguntas. Me di cuenta entonces de lo lejos que estábamos uno del otro, aunque compartiéramos techo y cama.
Los días siguientes fueron un torbellino. Mauricio me escribía mensajes: «Te extraño», «Pienso en ti todo el día», «Déjame verte otra vez». Yo me debatía entre el deseo y la culpa. Empecé a descuidar la casa; olvidaba hacer la comida o lavar los uniformes de los niños. Javier empezó a notar mi distancia.
Una noche discutimos fuerte:
—¿Qué te pasa? Ya no eres la misma —me reclamó Javier mientras cenábamos frijoles refritos y tortillas frías.
—Estoy cansada —repetí por enésima vez.
Él golpeó la mesa con rabia contenida.
—¿Es otro hombre?
Me quedé muda. No podía confesarle la verdad; no podía destruir lo poco que nos quedaba.
Esa noche lloré sola en el baño mientras escuchaba a Camila reírse con su hermano menor en el cuarto contiguo. Pensé en irme con Mauricio, empezar de nuevo lejos de todo… pero ¿y mis hijos? ¿Y mi madre enferma que vivía con nosotros desde hacía dos años?
El dilema me consumía: ¿tenía derecho a buscar mi felicidad aunque eso significara romper mi familia? ¿O debía resignarme a vivir una vida incompleta por el bien de los demás?
Un domingo por la tarde, Mauricio me esperó afuera de la iglesia donde llevábamos a los niños al catecismo.
—Vámonos juntos —me dijo con los ojos llenos de esperanza—. No importa dónde ni cómo; solo quiero estar contigo.
Lo abracé fuerte, sintiendo su corazón latir contra el mío. Pero cuando vi salir a Camila tomada de la mano de su hermano, supe que no podía hacerlo. No podía abandonarlos por más amor que sintiera por Mauricio.
Esa noche le escribí un mensaje:
«Perdóname. No puedo dejar todo atrás. Siempre te amaré, pero mi lugar está aquí».
Mauricio no respondió nunca más.
Han pasado meses desde entonces. Sigo con Javier; trato de reconstruir lo nuestro aunque sé que nunca volverá a ser igual. A veces pienso en lo que pudo ser y lloro en silencio mientras lavo los platos o doblo la ropa escolar.
¿Vale la pena sacrificar nuestros sueños por los demás? ¿O es egoísta buscar nuestra propia felicidad aunque eso duela? No tengo respuestas… solo sé que cada decisión deja cicatrices profundas en el alma.