Cuando el Perdón Llega Tarde: La Historia de Mariana y su Madre
—¿Vas a seguir con esa cara, Mariana? —me preguntó mi madre, su voz cansada, mientras se acomodaba en el viejo sillón azul que había visto mejores días.
Yo tenía diecisiete años y el mundo entero me parecía injusto. Mi madre, Rosa, era una mujer fuerte, pero la enfermedad la había ido apagando poco a poco. Su cabello, antes negro y brillante, ahora estaba recogido en un moño desordenado y salpicado de canas. Las ojeras bajo sus ojos eran tan profundas que parecían tatuadas en su piel. A su lado estaba mi prima Camila, siempre atenta, siempre dispuesta a escuchar los lamentos de mi madre sobre sus dolores y sus recuerdos de un pasado más feliz.
—No estoy de humor, mamá —le respondí sin mirarla. Había llegado tarde a casa otra vez, después de una discusión con mi novio, y no tenía ganas de enfrentarme a sus reproches.
—Nunca estás de humor para hablar conmigo —suspiró ella, y sentí el filo de la culpa atravesarme, pero lo ignoré. El orgullo era más fuerte que el amor en ese momento.
Camila me miró con esos ojos grandes y tristes que parecían suplicarme que cediera, que le hablara bonito a mi mamá. Pero yo solo quería escapar. Escapar de esa casa pequeña en un barrio de Ciudad de México donde las paredes escuchaban todo y los vecinos sabían más de tu vida que tú misma.
—¿Por qué no vas a descansar, tía? —sugirió Camila suavemente.
—Porque quiero hablar con mi hija —insistió mi madre—. Mariana, ¿no puedes quedarte un rato conmigo?
Me quedé parada en la puerta, indecisa. El resentimiento me quemaba por dentro. Sentía que ella nunca me entendía, que siempre prefería a Camila porque era la sobrina perfecta: estudiosa, obediente, sin secretos ni rabias adolescentes.
—Tengo tarea —mentí—. Mejor hablamos mañana.
No hubo mañana. Esa noche mi madre se sintió peor. Camila me despertó a las tres de la madrugada, llorando y temblando:
—¡Mariana, tu mamá no puede respirar!
Corrimos al hospital público más cercano. Recuerdo el olor a desinfectante, las luces frías y el sonido de los monitores. Recuerdo también cómo los médicos nos miraban con lástima cuando nos dijeron que ya era tarde.
Mi madre murió sin que yo le pidiera perdón por todas las veces que la ignoré, por cada palabra dura, por cada portazo. Murió sin saber cuánto la amaba realmente.
Los días siguientes fueron un torbellino de visitas, rezos y pésames vacíos. Mi tía Lucía llegó desde Veracruz con sus hijos pequeños; mi abuela apenas podía sostenerse en pie del dolor. Todos hablaban de lo buena que era mi madre, de lo mucho que había luchado por mí después de que mi papá nos abandonó cuando yo tenía cinco años.
Pero nadie hablaba del silencio entre nosotras, del muro invisible que habíamos construido con reproches y malentendidos.
Pasaron los años. Me gradué del bachillerato, conseguí trabajo en una papelería del centro y traté de seguir adelante. Pero cada vez que veía a una madre abrazar a su hija en el metro o escuchaba una canción que a mi mamá le gustaba, el dolor volvía como una ola fría.
Una tarde lluviosa de noviembre, decidí visitar su tumba por primera vez desde el funeral. Llevé flores frescas y una carta que había escrito mil veces en mi cabeza pero nunca en papel.
Me arrodillé frente a la lápida sencilla —»Rosa Martínez: Madre ejemplar»— y lloré como no lo había hecho en años.
—Mamá —susurré entre sollozos—, ¿me puedes perdonar? Sé que fui una hija difícil. Sé que te fallé cuando más me necesitabas…
El viento soplaba fuerte y sentí como si ella estuviera ahí conmigo, escuchando cada palabra rota que salía de mi boca.
Recordé entonces la última vez que me abrazó. Fue en mi cumpleaños número quince. Me regaló un vestido azul cielo y me dijo: «No importa lo que pase entre nosotras, siempre serás mi niña». Yo no lo entendí entonces; ahora daría todo por escuchar esas palabras una vez más.
Me quedé ahí mucho tiempo, hablando con ella como si pudiera responderme. Le conté mis miedos, mis fracasos, mis pequeños logros. Le pedí perdón por no haber sido la hija que merecía.
Al volver a casa esa noche, sentí una paz extraña mezclada con tristeza. Sabía que nunca podría cambiar el pasado, pero al menos había dicho en voz alta lo que llevaba años guardando en el pecho.
Hoy han pasado cinco años desde su muerte y todavía sueño con ella algunas noches. A veces la veo sentada en su sillón azul, sonriéndome con ternura; otras veces la escucho llamándome desde la cocina: «Mariana, ¿quieres cenar?».
He aprendido que el orgullo es un veneno silencioso que destruye familias enteras. Que a veces creemos tener todo el tiempo del mundo para pedir perdón… hasta que ya no hay nadie a quien pedírselo.
¿Y ustedes? ¿Han dejado algo sin decirle a alguien importante? ¿Esperarán hasta que sea demasiado tarde para buscar el perdón?