Cuando Elda se fue: Crónica de un padre solo en Ciudad de México
—¿Así nomás, Elda? ¿Te vas a ir y dejarlo todo?
El grito se ahogó en mi garganta mientras veía a mi esposa meter su última blusa en la maleta. El llanto de Emiliano, nuestro hijo de apenas siete meses, retumbaba en el pequeño departamento de la colonia Narvarte. Elda ni siquiera volteó a verme; sus manos temblaban mientras cerraba el cierre.
—No puedo más, Julián. No nací para esto —susurró, evitando mi mirada—. No quiero ser madre. No quiero esta vida.
Me quedé paralizado, como si el tiempo se hubiera detenido. Diez años juntos, trabajando codo a codo en el laboratorio del Instituto Nacional de Salud Pública. Diez años soñando con una familia, con un hijo. Y ahora, ella se iba, persiguiendo un puesto en una farmacéutica internacional en Monterrey, dejando atrás todo lo que habíamos construido.
El portazo fue seco, definitivo. El eco quedó flotando en el aire junto con el olor a leche tibia y pañales limpios. Emiliano seguía llorando. Me acerqué a él, lo tomé en brazos y sentí cómo mi mundo se desmoronaba.
—Tranquilo, hijo. Aquí estoy —le susurré, aunque no sabía si hablaba para él o para mí mismo.
Las primeras semanas fueron un infierno. Mi mamá, doña Lupita, venía cuando podía desde Iztapalapa para ayudarme, pero tenía su propio puesto de tamales que atender. Mi hermana Mariana me traía comida los domingos y me regañaba:
—¡Julián! ¿Por qué no le hablas a Elda? ¡No puede ser que te deje así!
Pero yo no quería hablarle. No quería suplicarle que regresara. Sentía rabia, tristeza y una vergüenza que me quemaba por dentro. En el trabajo, los compañeros murmuraban:
—¿Ya supiste? A Julián lo dejó la esposa…
—¿Y ahora quién va a cuidar al chamaco?
El jefe me miraba con lástima y me daba horarios flexibles, pero yo sentía que cada día era una batalla perdida. Dormía poco, comía peor y aprendí a cambiar pañales mirando tutoriales en YouTube.
Una tarde, mientras le daba de comer a Emiliano con una mano y respondía correos con la otra, recibí un mensaje de Elda:
“Lo siento. No puedo volver. Espero que algún día me perdones.”
No respondí. Guardé el celular y me concentré en la sonrisa desdentada de mi hijo. Él era lo único real en medio del caos.
Los meses pasaron y aprendí a sobrevivir. Me volví experto en preparar papillas, en lavar ropa con una mano y cargar al bebé con la otra. Pero la soledad era brutal. Las noches eran las peores: cuando Emiliano dormía y yo me quedaba mirando el techo, preguntándome qué hice mal.
Un día, Mariana llegó furiosa:
—¡No es justo! ¿Por qué tú tienes que cargar con todo? ¡Elda también es responsable!
—Ya no quiero pelear —le dije—. Solo quiero que Emiliano esté bien.
Pero la realidad era dura. En la guardería pública me miraban raro:
—¿Y la mamá?
—Se fue —respondía yo, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.
Las otras mamás cuchicheaban a mis espaldas. Una vez escuché a una decir:
—Seguro él tuvo la culpa… Los hombres nunca ayudan.
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué siempre era culpa del hombre? ¿Por qué nadie pensaba que tal vez Elda simplemente no quería ser madre?
En el trabajo, las cosas empeoraron. El jefe me llamó a su oficina:
—Julián, tu rendimiento ha bajado mucho. Entiendo tu situación, pero necesitamos resultados.
Me vi obligado a pedir una licencia sin goce de sueldo. El dinero empezó a escasear. Vendí mi bicicleta para pagar la renta y empecé a buscar trabajos desde casa: corregía tesis para estudiantes de medicina y vendía libros usados por internet.
Una noche, mientras bañaba a Emiliano en la tina azul que compramos juntos cuando aún éramos una familia feliz, sentí que no podía más. Me senté en el suelo del baño y lloré como nunca antes lo había hecho.
—Perdóname, hijo —susurré—. No sé si estoy haciendo las cosas bien.
Pero Emiliano me miró con sus ojos grandes y sonrió. Y esa sonrisa fue suficiente para levantarme otra vez.
Con el tiempo, aprendí a pedir ayuda sin sentirme menos hombre por ello. Me uní a un grupo de padres solteros en Facebook; ahí conocí a Ricardo, un papá divorciado de Puebla que me enseñó trucos para dormir al bebé y hasta recetas fáciles para niños alérgicos al huevo.
La vida siguió su curso. Emiliano dio sus primeros pasos en el parque Delta mientras yo lo grababa con el celular tembloroso de emoción. Mariana organizó una fiesta pequeña para su primer cumpleaños; mi mamá lloró al vernos soplar la velita juntos.
A veces Elda llamaba para preguntar por Emiliano. Su voz sonaba lejana, como si hablara desde otro planeta.
—¿Está bien? ¿Ya camina?
—Sí —le respondía yo—. Está bien.
Nunca preguntó por mí.
Un día recibí una carta certificada: Elda solicitaba el divorcio formalmente y renunciaba a la custodia total de Emiliano. Firmé los papeles con manos temblorosas; sentí alivio y tristeza al mismo tiempo.
La vida siguió adelante. Conseguí un trabajo medio tiempo en una editorial médica; Emiliano empezó el kínder y yo aprendí a hacer trenzas para las fiestas escolares porque él quería disfrazarse de Frida Kahlo en el festival de Día de Muertos.
A veces pienso en Elda y trato de entenderla. ¿Fue egoísta? ¿O simplemente valiente por admitir que no quería ser madre? En México todavía nos cuesta aceptar que las mujeres puedan elegir otro camino sin ser juzgadas… pero también nos cuesta aceptar que los hombres podemos criar solos sin ser vistos como víctimas o héroes.
Hoy Emiliano tiene tres años y es un niño feliz; le gusta bailar cumbia con su abuela Lupita y jugar fútbol con su tía Mariana los domingos en el parque.
A veces me pregunto si algún día podré perdonar a Elda del todo… o si podré perdonarme a mí mismo por no haber visto las señales antes.
¿Ustedes qué harían? ¿Es posible reconstruir una familia cuando uno de los dos decide irse? ¿Cómo se aprende a ser padre cuando todo lo que conocías se derrumba?