Cuando la abuela se pierde: una familia al borde

—¿Por qué no dejas que la abuela se vaya y se pierda? Así todos estaríamos mejor —escuché la voz de Maja, mi hermana menor, rebotando en las paredes de la cocina. El cuchillo que tenía en la mano tembló y casi dejo caer la cebolla que estaba picando. Mi madre, exhausta, ni siquiera levantó la vista del fregadero.

—Maja, por favor, no digas esas cosas —le susurré, pero ella solo me miró con esos ojos oscuros llenos de rabia y cansancio.

—¡Es la verdad! —gritó—. Nadie lo quiere decir, pero todos lo pensamos. Desde que la abuela se enfermó, esta casa es un infierno.

Mi madre se giró lentamente, con las manos mojadas y la cara marcada por las ojeras de tantas noches sin dormir.

—Maja, cierra la puerta, ¿quieres? —su voz era apenas un suspiro, como si cada palabra le costara una vida.

Yo soy Camila, tengo diecisiete años y vivo en un barrio popular de Medellín. Nuestra casa es pequeña, siempre llena de ruido y olor a café recalentado. Desde que la abuela Lucía empezó a perderse en su propia mente por el Alzheimer, todo cambió. Antes era el alma de la casa: hacía arepas los domingos y nos contaba historias de cuando era niña en el campo. Ahora a veces ni siquiera recuerda mi nombre.

Esa noche, después de la discusión, me encerré en mi cuarto. Escuchaba a mi madre llorar bajito en la cocina mientras Maja golpeaba la puerta de su habitación. Mi papá se había ido hace años y nunca volvió a llamar. Todo el peso caía sobre nosotras tres.

A la mañana siguiente, la abuela no estaba en su cama. El pánico me despertó como un balde de agua fría. Salí corriendo al patio y vi que la puerta trasera estaba abierta. Mi madre ya estaba afuera, descalza y temblando.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba desesperada.

Corrimos por las calles del barrio preguntando a los vecinos. Nadie la había visto. Maja caminaba detrás de nosotras en silencio, con los ojos hinchados de tanto llorar o no dormir.

Después de dos horas, encontramos a la abuela sentada en una banca del parque, mirando las palomas como si fueran ángeles caídos. Cuando nos vio, sonrió como una niña traviesa.

—¿Por qué lloran? Solo quería ver el sol —dijo con voz dulce.

La llevamos a casa y esa noche nadie habló durante la cena. El arroz sabía a nada y el pollo estaba frío. Mi madre apenas comió y Maja se fue sin decir palabra.

Esa fue solo una de muchas veces que la abuela se perdió. Cada vez que desaparecía, sentía que una parte de mí también se iba con ella. Empecé a odiar esa sensación de miedo constante: miedo a perderla para siempre, miedo a que mi familia se rompiera aún más.

Un día, mientras ayudaba a mi madre a bañar a la abuela, ella me miró fijamente y me dijo:

—¿Tú eres Camila? ¿O eres mi hermana Rosa?

Sentí un nudo en la garganta. Le sonreí y le dije que era Camila, su nieta favorita. Ella me acarició el rostro y empezó a llorar sin razón aparente.

Esa noche escuché a mi madre hablando por teléfono con mi tía Ana en Cali:

—No puedo más… Estoy cansada… Las niñas también… No sé qué hacer…

Me acerqué despacio y le toqué el hombro.

—Mamá, ¿quieres que te ayude más? Puedo faltar al colegio unos días si quieres…

Ella negó con la cabeza y me abrazó fuerte.

—No quiero que sacrifiques tu vida por esto —me susurró—. Pero tampoco sé cómo seguir adelante.

Los días pasaban lentos y pesados. Maja dejó de hablarle a la abuela. Solo entraba al cuarto para dejarle la comida y salía rápido como si tuviera miedo de contagiarse de su olvido. Yo trataba de mantenerme fuerte, pero cada vez que veía a mi madre llorar en silencio sentía que me rompía por dentro.

Un sábado por la tarde, mientras llovía fuerte y el agua golpeaba los techos de zinc, escuché un grito desde el cuarto de la abuela. Corrí y vi a Maja parada frente a ella, temblando de rabia.

—¡¿Por qué no te acuerdas de mí?! ¡¿Por qué tienes que arruinarnos la vida?!

La abuela solo la miraba confundida, con los ojos llenos de lágrimas.

—Maja, basta —le dije mientras la abrazaba fuerte—. No es culpa de ella…

Maja se soltó y salió corriendo bajo la lluvia. La busqué por todo el barrio hasta encontrarla sentada bajo un árbol, empapada y temblando.

—No puedo más, Cami… No puedo… —me dijo entre sollozos—. Extraño cuando todo era normal… Cuando mamá sonreía… Cuando papá estaba aquí…

La abracé fuerte y lloramos juntas bajo la lluvia hasta que no nos quedaron lágrimas.

Esa noche hablamos las tres en la cocina. Mi madre nos miró con los ojos rojos pero llenos de determinación.

—No sé cuánto tiempo más va a estar la abuela con nosotras —dijo—. Pero mientras esté aquí, vamos a cuidarla juntas. No quiero que esto nos destruya como familia.

Empezamos a turnarnos para cuidar a la abuela: yo por las mañanas antes del colegio; Maja por las tardes; mamá por las noches. Algunas veces discutíamos, otras veces reíamos recordando historias viejas. Aprendimos a encontrar pequeños momentos de alegría entre tanto dolor: una canción que le gustaba a la abuela; una arepa bien hecha; una tarde sin gritos ni llanto.

Un día llegó una carta de mi papá desde Argentina. Decía que quería vernos, que extrañaba a la abuela y que lamentaba habernos dejado solas. Mi madre rompió la carta sin decir palabra. Yo guardé los pedazos en una caja debajo de mi cama.

La abuela empeoró rápido. Un día dejó de hablar; otro día dejó de comer sola. La llevamos al hospital público donde los médicos apenas podían ayudarnos entre tanta gente enferma y tan pocos recursos.

La última noche que estuvo con nosotras, me senté junto a su cama y le canté una canción que ella me enseñó cuando era niña:

«Duérmete mi niña,
duérmete mi sol,
duérmete pedazo
de mi corazón…»

La abuela sonrió débilmente y me apretó la mano antes de quedarse dormida para siempre.

El día del entierro llovió como nunca antes en Medellín. Maja y yo caminamos tomadas de la mano detrás del ataúd pequeño y sencillo. Mi madre iba adelante, erguida pero rota por dentro.

Esa noche nos sentamos las tres en silencio alrededor de la mesa vacía. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz mezclada con tristeza.

Ahora miro hacia atrás y me pregunto: ¿Hicimos lo correcto? ¿Cuántas familias más viven este dolor en silencio? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por amor?

A veces me despierto pensando en la abuela Lucía caminando bajo el sol del parque, libre al fin del olvido.