Cuando la amistad se convierte en deuda: La historia de Lucía y Mariana
—¿Así que ahora tampoco puedes ayudarme con los papeles del seguro? —La voz de Mariana sonó fría, casi desconocida, al otro lado del teléfono. Sentí un nudo en la garganta. Era la tercera vez en el mes que me pedía un favor parecido y, por primera vez en años, tuve que decirle que no.
—Mariana, de verdad lo siento, pero entre el trabajo y cuidar a mi mamá no tengo tiempo ni para mí —le respondí, intentando sonar comprensiva. Pero ella solo suspiró, cortante.
—Bueno, ya veo cómo son las cosas. —Y colgó.
Me quedé mirando el teléfono, con el corazón acelerado. ¿Cómo habíamos llegado a esto? Mariana y yo éramos inseparables desde que nos conocimos en aquel viejo despacho contable en el centro de Guadalajara, allá por los años ochenta. Recuerdo que compartíamos el mismo escritorio y los mismos sueños: salir adelante, tener una familia, reírnos de la vida aunque todo estuviera patas arriba.
Fuimos testigos de nuestros matrimonios —ella fue mi madrina de bodas y yo la suya—, compartimos la llegada de nuestros hijos y hasta los problemas conyugales. Cuando mi esposo se fue de casa hace diez años, fue Mariana quien llegó con una olla de pozole y una botella de tequila para hacerme reír entre lágrimas. Yo estuve a su lado cuando su hijo mayor cayó en las drogas y cuando su madre enfermó de cáncer. Siempre pensé que nuestra amistad era como esas jacarandas que florecen cada primavera: fuerte, resistente a las tormentas.
Pero ahora todo parecía distinto. Desde que mi mamá enfermó de Alzheimer y tuve que reducir mis horas en la oficina para cuidarla, noté que Mariana empezó a alejarse. Ya no me llamaba para invitarme a tomar café ni me mandaba mensajes graciosos por WhatsApp. Solo aparecía cuando necesitaba algo: ayuda con trámites, consejos legales para su hija o alguien que escuchara sus quejas sobre su esposo.
Al principio no quise verlo. Pensé que era el estrés, que la vida nos estaba pasando factura a ambas. Pero poco a poco me di cuenta de que nuestra amistad se había convertido en una especie de transacción: yo daba y ella recibía. Cuando dejé de poder darle lo que necesitaba, simplemente se fue alejando.
Una tarde de domingo, mientras bañaba a mi mamá y escuchaba susurros del pasado —ella confundía mi nombre con el de su hermana fallecida—, sentí una soledad tan grande que me dolió el pecho. Quise marcarle a Mariana, contarle cómo me sentía, pero recordé su última llamada y me detuve. ¿Para qué buscar a alguien que solo está cuando le conviene?
Mi hija Valeria notó mi tristeza.
—¿Por qué no invitas a Mariana a cenar? Hace mucho que no viene —me dijo mientras ponía la mesa.
—No creo que quiera venir —respondí bajito.
—¿Peleaste con ella?
—No exactamente… Solo creo que ya no somos tan amigas como antes.
Valeria me miró con esa mezcla de compasión y sabiduría adolescente.
—A veces la gente solo está cuando le conviene, mamá. No es tu culpa.
Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. ¿Era cierto? ¿Había sido yo tan ciega todo este tiempo?
Pasaron las semanas y Mariana no volvió a buscarme. Me enteré por otra amiga en común que había organizado una fiesta para su cumpleaños y ni siquiera me invitó. Sentí rabia, tristeza y una punzada de vergüenza. ¿Acaso nuestra amistad nunca fue real?
Un día decidí enfrentarla. La llamé y le pedí vernos en la cafetería donde solíamos pasar horas hablando de todo y nada. Llegué temprano, nerviosa, con las manos sudorosas. Cuando Mariana llegó, noté enseguida su actitud distante.
—¿Para qué querías verme? —preguntó sin rodeos.
—Solo quería entender qué pasó entre nosotras —dije con voz temblorosa—. Siento que desde que ya no puedo ayudarte como antes… te has alejado.
Mariana bajó la mirada y jugueteó con la taza de café.
—Es que… tú cambiaste mucho, Lucía. Ya no eres la misma. Siempre estás ocupada o cansada…
—¿Y eso te da derecho a dejarme sola? —le interrumpí, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. ¿Nuestra amistad solo valía cuando podía resolverte la vida?
Ella se encogió de hombros.
—No sé… Tal vez sí esperaba más de ti.
Me quedé helada. No supe qué decir. Nos quedamos en silencio varios minutos hasta que ella se levantó.
—Me tengo que ir —dijo sin mirarme a los ojos.
La vi salir del café y sentí un vacío enorme. Por primera vez entendí que hay relaciones que solo existen mientras una parte da más de lo que recibe. Y también entendí que yo merezco algo mejor.
Hoy sigo cuidando a mi mamá, sigo trabajando medio tiempo y aprendí a disfrutar mi propia compañía. He hecho nuevas amigas en el grupo de apoyo para familiares de personas con Alzheimer; mujeres como yo, cansadas pero fuertes, dispuestas a escuchar sin pedir nada a cambio.
A veces extraño a Mariana, o más bien extraño la idea de lo que creí que era nuestra amistad. Pero ya no me duele tanto como antes.
¿Será que todas las amistades tienen fecha de caducidad? ¿O simplemente hay personas incapaces de querer sin esperar algo a cambio? ¿Ustedes qué piensan?