Cuando la casa deja de ser hogar: La historia de Mariana en Ciudad de México
—¿Otra vez llegaste tarde, Alejandro? —pregunté, tratando de mantener la voz firme mientras mis manos temblaban sobre el fregadero lleno de platos sucios.
Él ni siquiera me miró. Dejó las llaves sobre la mesa y fue directo al cuarto, cerrando la puerta con ese golpe sordo que se había vuelto costumbre en los últimos meses. Me quedé ahí, en la cocina, con el olor a frijoles recalentados y el zumbido lejano del tráfico de Insurgentes colándose por la ventana. Sentí un vacío tan grande que me dolía el pecho.
No siempre fue así. Cuando Alejandro y yo nos conocimos en la UNAM, soñábamos con una vida juntos, con hijos corriendo por el pasillo y domingos de comida familiar. Pero ahora, después de diez años y dos hijos —Valeria y Emiliano—, apenas si nos dirigíamos la palabra. Todo era rutina: él salía temprano, regresaba tarde; yo trabajaba medio tiempo en una papelería y el resto del día era para la casa y los niños. Nadie preguntaba cómo estaba yo.
Esa noche, mientras recogía los juguetes del suelo y apagaba las luces del pasillo, escuché a Valeria llorar bajito en su cuarto. Entré y la encontré abrazando su osito.
—¿Qué pasa, mi amor?
—¿Por qué papá ya no cena con nosotros? —me preguntó con esos ojos enormes que heredó de mí.
No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte y le prometí que todo iba a estar bien, aunque ni yo misma lo creía.
Las semanas pasaron y la distancia entre Alejandro y yo se hizo un abismo. Empezaron las discusiones por cualquier cosa: el dinero que no alcanzaba, los niños que peleaban, mi cansancio que él llamaba flojera. Una noche, después de una pelea especialmente amarga, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida sentada en el piso frío.
Empecé a preguntarme en qué momento mi casa dejó de ser hogar. Recordé a mi mamá en Veracruz, siempre luchando sola después de que mi papá se fue. Me juré a mí misma que nunca viviría así, pero aquí estaba, repitiendo la historia.
Un día, mi amiga Lucía me invitó a tomar un café después del trabajo. Dudé en ir —sentía culpa por dejar a los niños con mi suegra— pero acepté. Sentadas en un Vips del centro, le conté todo: el silencio de Alejandro, mi soledad, el miedo a perderme a mí misma.
—Mariana, tienes que pensar en ti —me dijo Lucía—. No eres solo mamá o esposa. ¿Qué quieres tú?
Esa pregunta me persiguió toda la semana. ¿Qué quería yo? Ni siquiera lo sabía. Había dejado mis sueños guardados en un cajón junto con mis cuadernos de poesía.
Esa noche, después de acostar a los niños, busqué mis viejos poemas. Los leí uno por uno y lloré como si estuviera despidiéndome de una parte de mí que había olvidado. Decidí escribir otra vez. Al principio solo eran frases sueltas en un cuaderno escondido bajo la cama. Pero poco a poco sentí que recuperaba algo: mi voz.
Alejandro empezó a notar el cambio. Una noche me preguntó:
—¿Por qué ya no me esperas despierta?
—Porque estoy cansada —le respondí sin mirarlo—. Y porque estoy escribiendo.
No le gustó mi respuesta. Discutimos otra vez. Él decía que yo había cambiado, que ya no era la misma Mariana tranquila de antes. Yo le grité que estaba harta de ser invisible.
La tensión creció hasta que una tarde Alejandro no volvió a casa. Me llamó desde el trabajo para decirme que necesitaba tiempo para pensar. Sentí miedo, pero también alivio. Por primera vez en años tuve silencio en casa para escucharme a mí misma.
Los días siguientes fueron duros. Valeria preguntaba por su papá; Emiliano lloraba por las noches. Yo hacía lo posible por mantener la rutina: escuela, comida, trabajo, tareas. Pero también escribía cada noche hasta quedarme dormida sobre el cuaderno.
Mi mamá vino desde Veracruz para ayudarme unos días. Una tarde, mientras tomábamos café en la azotea del edificio, me dijo:
—No te olvides de ti, hija. Nadie puede darte lo que tú misma no te das.
Sus palabras me dieron fuerza para enfrentar lo que venía. Cuando Alejandro regresó dos semanas después, hablamos largo y tendido. Lloramos los dos. Él confesó que se sentía perdido en el trabajo y abrumado por las responsabilidades; yo le dije que necesitaba sentirme vista y valorada.
Decidimos ir juntos a terapia de pareja. No fue fácil; hubo días en que pensé en rendirme. Pero poco a poco aprendimos a escucharnos otra vez, a pedir ayuda cuando lo necesitábamos y a darnos espacio para ser nosotros mismos dentro del matrimonio.
Hoy no puedo decir que todo es perfecto. Hay días buenos y días malos. Pero he aprendido a poner límites y a cuidar mi voz. Sigo escribiendo —incluso he publicado algunos poemas en un blog— y trato de enseñarle a Valeria que su voz también importa.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo sienten que su casa ya no es hogar? ¿Cuántas callan sus sueños por miedo o costumbre? ¿Y si empezáramos a contarnos nuestras historias?