Cuando la casa no es tuya: Diario de una nuera en guerra

—¡No, Waldemar! ¡Se acabó! —grité, golpeando la mesa con tanta fuerza que las tazas tintinearon sobre los platillos. Sentí la mirada de mi suegra, doña Rosa, clavada en mi nuca como un cuchillo afilado. Mi esposo, Waldemar, levantó las cejas, dejando el periódico a un lado.

—Ewka, ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre ahora? —preguntó él, con ese tono cansado que tanto detesto.

Me puse de pie, las manos en la cintura, el corazón latiendo como si quisiera salirse del pecho.

—¡Lo que pasa es que no soy su sirvienta! —espeté, mirando a doña Rosa directamente a los ojos. Ella ni se inmutó; solo apretó los labios y siguió removiendo el café como si nada.

La casa olía a café recalentado y a tortillas quemadas. Era martes, pero para mí todos los días eran iguales desde que nos mudamos aquí, hace ya ocho meses. Waldemar perdió el trabajo en la fábrica y no tuvimos otra opción que venirnos a vivir con sus padres. Yo también trabajaba, pero mi sueldo de secretaria apenas alcanzaba para el pasaje y la comida.

Doña Rosa siempre fue una mujer dura. Desde el primer día me dejó claro que aquí las reglas las ponía ella. «En esta casa se hace lo que yo digo», repetía cada vez que podía. Al principio pensé que era solo cuestión de tiempo para que me aceptara, pero con cada semana que pasaba, la tensión crecía.

—Ewelina, ¿ya lavaste los trastes? —me gritaba desde la cocina apenas llegaba del trabajo.

—Sí, doña Rosa —respondía yo, aunque por dentro quisiera gritarle que no era mi obligación.

Pero hoy fue diferente. Hoy exploté. Hoy me cansé de callar.

—¿Y ahora qué te pasa? —intervino mi suegro, don Ernesto, bajando el volumen del televisor.

—¡Me pasa que estoy harta! —dije casi llorando—. ¡Harta de ser invisible! ¡Harta de que nadie me ayude!

Waldemar me miró como si fuera una extraña. Doña Rosa se levantó despacio y se acercó a mí. Sentí su aliento a café y cigarro cuando me habló al oído:

—Si no te gusta, la puerta está abierta.

Me quedé helada. Miré a Waldemar buscando apoyo, pero él solo bajó la cabeza.

Esa noche dormí en el sofá. No podía dejar de pensar en mis padres allá en Veracruz, en lo diferente que era todo cuando era niña. Allá la familia era unión, no guerra. Pero aquí… aquí era sobrevivir cada día.

Al día siguiente, mientras lavaba la ropa en el patio, escuché a doña Rosa hablando por teléfono con su hermana:

—Esta muchacha no sirve para nada. Ni siquiera sabe hacer un buen guiso. Pobrecito mi hijo, mira lo flaco que está…

Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que soportar esto? ¿Por qué Waldemar no decía nada?

Esa tarde intenté hablar con él.

—Waldemar, tenemos que irnos de aquí —le dije mientras doblaba su camisa.

Él suspiró.

—¿Y a dónde quieres que vayamos? No tengo trabajo, Ewelina. No tenemos dinero…

—Prefiero dormir en la calle antes que seguir aquí —le respondí con lágrimas en los ojos.

Pero él solo se encogió de hombros y salió al patio a fumar con su padre.

Los días pasaron y la situación empeoró. Doña Rosa empezó a ponerme condiciones: si quería seguir viviendo ahí, tenía que hacerme cargo de toda la casa. «Aquí no hay lugar para flojas», me decía cada mañana.

Una tarde llegó mi cuñada Mariana con sus dos hijos pequeños. Apenas entró por la puerta soltó las mochilas y me dijo:

—Ewelina, ¿me cuidas a los niños mientras voy al centro? Solo serán dos horas…

No tuve tiempo ni de responder cuando ya se había ido. Los niños corrieron por toda la casa, tirando juguetes y gritando. Doña Rosa miraba todo desde su sillón sin decir nada.

Esa noche me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me sentía sola, atrapada en una vida que no era mía.

Un domingo por la tarde, mientras preparaba enchiladas para todos, escuché a doña Rosa decirle a don Ernesto:

—Esta muchacha nunca va a aprender. Si fuera mi hija ya le habría dado una buena lección…

Me temblaron las manos y casi dejo caer el sartén. Salí corriendo al patio y llamé a mi madre por teléfono.

—Mamá… ya no puedo más —le dije entre sollozos—. Siento que me estoy volviendo loca aquí.

Ella guardó silencio unos segundos antes de responder:

—Hija, nadie tiene derecho a tratarte así. Si tu marido no te defiende, defiéndete tú. Recuerda quién eres.

Sus palabras me dieron fuerza. Esa noche tomé una decisión.

Al día siguiente preparé mis cosas en silencio. Cuando Waldemar llegó del mercado le dije:

—Me voy a Veracruz. No puedo más aquí.

Él me miró sorprendido.

—¿Y nuestro matrimonio? ¿Vas a dejarme solo?

—No estoy dejando el matrimonio —le respondí con voz firme—. Me estoy salvando a mí misma.

Doña Rosa apareció en la puerta con una sonrisa irónica.

—¿Ya te vas? Qué bueno… Así por fin tendré paz en mi casa.

No le respondí. Salí por esa puerta con la cabeza en alto y el corazón hecho pedazos.

El viaje en autobús fue largo y silencioso. Miraba por la ventana las montañas y los pueblos pasar mientras pensaba en todo lo vivido. Al llegar a casa de mis padres sentí una paz que hacía años no sentía.

Hoy escribo estas líneas desde mi cuarto de infancia. No sé qué será de mi matrimonio ni si algún día podré perdonar a Waldemar por no defenderme. Pero sí sé una cosa: nunca más dejaré que nadie decida por mí.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que las mujeres sean tratadas como sirvientas en sus propias casas? ¿Cuántas Ewelinas más tienen que romperse antes de decir basta?