Cuando la Casa se Vuelve Silencio: Ecos de un Nido Vacío en Bogotá
—¿Por qué no me llamas nunca, Camilo? —susurré al teléfono, aunque sabía que la llamada no iba a llegar. El reloj marcaba las once de la noche y afuera la lluvia golpeaba el tejado de mi casa en Suba, como si quisiera recordarme que el tiempo pasa y no espera a nadie. Me senté en el sofá, rodeada de fotos antiguas: Camilo con su uniforme de colegio, Mariana bailando en su primer festival, Gregorio abrazando a su perro en el parque del barrio.
Hace años que Camilo se fue a Canadá. Al principio llamaba cada semana, luego cada mes, hasta que las llamadas se convirtieron en mensajes de voz y, finalmente, en tarjetas de Navidad con frases impersonales: “Feliz año, mamá. Espero que estés bien”. Mariana vive en Medellín, ocupada con su trabajo en una agencia de publicidad. Gregorio se mudó con su novia a Cali y apenas responde mis mensajes. La casa que antes vibraba con gritos y risas ahora es un mausoleo de recuerdos.
A veces me pregunto si fallé como madre. ¿Fue mi culpa que se fueran tan lejos? ¿O es simplemente la vida, que arrastra a los hijos como el río arrastra hojas secas? Recuerdo cuando Camilo tenía fiebre y pasé la noche entera sentada a su lado, mojándole la frente con paños fríos. O cuando Mariana lloró porque una amiga le rompió el corazón y yo la abracé hasta que se quedó dormida. Gregorio era el más travieso; una vez rompió la ventana jugando fútbol y juró que había sido el viento. Ahora el viento es lo único que queda en esta casa.
—Mamá, tienes que entender que tenemos nuestras vidas —me dijo Mariana la última vez que hablamos por videollamada. Su rostro aparecía pixelado en la pantalla del celular, pero su tono era claro: “No puedo estar pendiente de ti todo el tiempo”.
—No quiero que estén pendientes —le respondí—. Solo quiero saber que están bien.
Ella suspiró y cambió de tema. Me contó sobre una campaña nueva en la agencia y cómo le costaba dormir por el estrés. Yo asentía, pero sentía que hablábamos desde planetas distintos.
La soledad es una bestia silenciosa. Se cuela entre los huecos de la rutina: cuando preparo café para uno solo, cuando pongo la mesa y me doy cuenta de que ya no hace falta sacar más platos. Los domingos son los peores. Antes cocinaba ajíaco para todos; ahora apenas caliento una sopa instantánea y me siento frente al televisor apagado.
Una tarde de diciembre, mientras ordenaba el armario, encontré una caja llena de cartas. Eran dibujos y notas que mis hijos me habían dejado cuando eran pequeños: “Te amo, mamá”, “Gracias por cuidarme”, “Eres la mejor”. Las leí una por una, sintiendo cómo el pecho se me apretaba con cada palabra. ¿En qué momento dejamos de decirnos estas cosas?
Mi hermana Lucía viene a visitarme a veces. Ella también tiene hijos grandes, pero dice que no le pesa tanto la distancia porque siempre fue más independiente.
—Elena, tienes que salir más —me aconseja—. Apúntate al grupo de lectura del barrio o ven conmigo a la iglesia.
Le sonrío, pero no entiende. No es solo salir; es sentir que mi vida tenía un propósito y ahora ese propósito se ha ido lejos, en aviones y buses intermunicipales.
Una noche soñé que Camilo volvía a casa. Entraba por la puerta con una maleta vieja y me abrazaba fuerte. Me desperté llorando. Al día siguiente le escribí un mensaje: “Hijo, te extraño mucho. ¿Cuándo vienes a visitarme?” No respondió.
La Navidad llegó y con ella una tarjeta desde Toronto: “Feliz Navidad, mamá. Espero que estés bien”. Ni una llamada, ni una foto. Mariana mandó un mensaje rápido: “No puedo ir este año, tengo mucho trabajo”. Gregorio ni siquiera escribió.
El 24 de diciembre cené sola. Puse villancicos en la radio y brindé conmigo misma por los años en que la casa estaba llena. Pensé en mi madre, en cómo lloraba cuando yo me fui a estudiar a Bogotá desde nuestro pueblo en Boyacá. Ahora entiendo su dolor.
A veces salgo al parque y veo a otras madres con sus hijos pequeños. Me pregunto si saben lo rápido que pasa todo; si valoran esos momentos antes de que el silencio lo cubra todo.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Gregorio.
—Mamá… —su voz temblaba—. ¿Estás bien?
No supe qué decirle. Solo lloré en silencio mientras él hablaba del calor de Cali y de cómo extrañaba mi sopa de lentejas.
—Te extraño —me dijo al final—. Prometo ir pronto.
Colgué sintiendo una mezcla de alegría y tristeza. ¿Por qué tiene que doler tanto amar?
Hoy escribo esto sentada junto a la ventana, viendo cómo cae la lluvia sobre Bogotá. La ciudad sigue viva allá afuera, pero aquí adentro solo quedan los ecos de lo que fue mi familia unida.
¿Será que algún día volverán? ¿O tendré que aprender a llenar este silencio con algo más que recuerdos? ¿Ustedes también sienten este vacío cuando los hijos se van?