Cuando la confianza se rompe: La historia de Mariana y Esteban
—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Esteban? —mi voz temblaba, no solo por el frío que se colaba por la ventana rota, sino por la sospecha que me carcomía desde hacía meses.
Él dejó caer las llaves sobre la mesa, sin mirarme. El silencio entre nosotros era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del pequeño departamento en la colonia Narvarte, como si quisiera limpiar las manchas invisibles que cubrían nuestra vida juntos.
No siempre fue así. Recuerdo cuando Esteban y yo nos conocimos en la UNAM, en una asamblea estudiantil. Él era apasionado, soñador, y yo sentía que a su lado podía conquistar el mundo. Nos casamos jóvenes, contra el consejo de mi madre, quien siempre decía: “Mariana, el amor no llena la olla”. Pero yo creía que sí.
Los primeros años fueron dulces, aunque difíciles. Vivíamos al día, pero nos bastaba con compartir un café en la mañana y reírnos de nuestras desgracias. Todo cambió cuando nació nuestra hija, Camila. La presión económica aumentó y Esteban empezó a trabajar horas extras en el despacho de abogados. Yo dejé mi trabajo para cuidar a Camila y, poco a poco, me fui apagando.
—¿No te das cuenta de que ya no hablamos? —le reclamé una noche, mientras él revisaba papeles en la sala.
—Estoy cansado, Mariana. No todo gira en torno a ti —me respondió sin levantar la vista.
Esa frase me dolió más que cualquier golpe. Sentí que me convertía en un mueble más de la casa: útil, pero invisible. Empecé a buscar consuelo en los chats de mamás del kínder, en las conversaciones con mi vecina Lucía, quien siempre tenía tiempo para un café y una charla sincera.
Fue Lucía quien me presentó a Diego, su primo recién llegado de Oaxaca. Diego era diferente: escuchaba, preguntaba por mis sueños, me hacía sentir viva otra vez. Al principio solo eran mensajes inocentes, pero pronto se convirtieron en largas llamadas nocturnas y encuentros furtivos en el parque México.
La culpa me devoraba. Cada vez que veía a Camila dormir abrazada a su peluche favorito, sentía que traicionaba no solo a Esteban, sino también a mi hija y a la Mariana que alguna vez fui. Pero cuando estaba con Diego, recordaba lo que era reír sin miedo, sentirme deseada y vista.
Un día, Esteban llegó temprano a casa. Me encontró llorando en la cocina.
—¿Qué te pasa? —preguntó, por primera vez en meses mostrando algo parecido a preocupación.
—No puedo más —le confesé entre sollozos—. Siento que estamos muertos por dentro.
Él se quedó callado. Por primera vez vi el cansancio en sus ojos, pero también una tristeza profunda.
—¿Hay alguien más? —me preguntó con voz quebrada.
No pude mentirle. Asentí lentamente. El silencio que siguió fue peor que cualquier grito o reproche.
Esa noche dormimos en cuartos separados. Camila preguntó al día siguiente por qué papá no le dio las buenas noches. No supe qué responderle.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi madre me llamó traidora; mi suegra dejó de hablarme. En el trabajo de Esteban empezaron los rumores y él se volvió aún más distante. Diego me pidió que huyera con él a Oaxaca, pero yo no podía abandonar a Camila ni enfrentarme al escándalo familiar.
Un domingo por la tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Camila decirle a su muñeca:
—No llores, mamá siempre vuelve…
Me rompí por dentro. ¿Qué ejemplo le estaba dando? ¿Era justo cargarla con mis errores?
Esteban y yo intentamos terapia de pareja. La psicóloga nos preguntó qué nos llevó hasta ese punto. Él habló de sentirse solo y presionado por ser el proveedor; yo hablé de mi soledad y del vacío que sentía al no ser escuchada ni valorada.
—La infidelidad no es el problema principal —dijo la psicóloga—. Es solo el síntoma de algo mucho más profundo: la falta de comunicación y empatía.
Salimos del consultorio sin tocarnos ni mirarnos. Pero esa noche, Esteban se sentó a mi lado en la cama y me tomó la mano.
—No sé si pueda perdonarte —me dijo—. Pero tampoco quiero seguir viviendo así.
Lloramos juntos por primera vez en años. Decidimos darnos un tiempo separados para sanar nuestras heridas individuales antes de decidir si seguir juntos o no.
Hoy escribo esto desde el departamento de mi hermana en Coyoacán. Camila pasa los fines de semana conmigo y los días de semana con su papá. A veces veo a Diego en el mercado, pero ya no siento lo mismo. Entendí que nadie puede llenar los vacíos que uno mismo no ha aprendido a reconocer ni sanar.
¿Quién tiene la culpa cuando un matrimonio se rompe? ¿Es justo cargar toda la responsabilidad sobre quien fue infiel o deberíamos mirar más allá de las apariencias? Yo aún busco respuestas… ¿Y ustedes?