Cuando la enfermedad de mi hija destapó el secreto: la historia de un padre mexicano que tuvo que empezar de nuevo

—¡Papá, me duele mucho!— gritó Sofía, mi hija, mientras se retorcía en la cama, empapada en sudor. Eran las dos de la madrugada y el calor de Ciudad de México no daba tregua. Mi esposa, Mariana, no estaba en casa. Otra vez. Decía que trabajaba hasta tarde, pero yo ya no sabía qué creer.

Corrí al hospital con Sofía en brazos, sintiendo cómo el miedo me apretaba el pecho. En urgencias, los médicos me miraron con esa mezcla de prisa y compasión que sólo tienen quienes ven tragedias todos los días. —Señor Ramírez, necesitamos hacerle unos estudios a su hija— me dijo una doctora joven, mientras yo intentaba llamar a Mariana sin éxito.

Las horas pasaron lentas y pesadas. Cuando por fin Mariana apareció, supe al instante que algo no estaba bien. Tenía los ojos hinchados y evitaba mirarme. —¿Dónde estabas?— le pregunté, casi suplicando una explicación. Ella sólo murmuró: —No podía contestar…

El diagnóstico fue devastador: Sofía tenía leucemia. Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Mariana rompió a llorar, pero yo sólo podía pensar en cómo íbamos a enfrentar esto juntos. O eso creía.

Los días siguientes fueron un torbellino de hospitales, medicamentos y silencios incómodos en casa. Mariana se volvía cada vez más distante. Una noche, mientras Sofía dormía después de una quimioterapia especialmente dura, Mariana me miró con una tristeza infinita y dijo: —Necesito hablar contigo.

Nos sentamos en la cocina, bajo la luz amarilla del foco que siempre parpadeaba. —Hay algo que no te he dicho…— empezó, con la voz quebrada. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Qué cosa?— pregunté, temiendo la respuesta.

—Sofía… no es tu hija biológica— soltó de golpe, como quien arranca una venda de una herida abierta.

El silencio fue absoluto. El ruido de los coches afuera, los gritos de los vecinos, todo desapareció. Sólo existíamos ella, yo y esa verdad que acababa de destruirme.

—¿Cómo pudiste?— susurré, sintiendo que el aire me faltaba.

Mariana lloraba sin consuelo. Me contó que, hace quince años, cuando recién nos casamos y ella trabajaba en una cafetería del centro, tuvo una relación breve con un hombre mayor que nunca volvió a ver. Cuando supo que estaba embarazada, decidió quedarse conmigo porque yo era el hombre bueno y estable que ella necesitaba.

Me levanté de la mesa tambaleándome. Quise gritarle, insultarla, pero sólo pude salir corriendo al balcón y llorar en silencio mientras veía las luces lejanas del Zócalo.

Los días siguientes fueron un infierno. Mariana se fue de la casa sin despedirse; dejó una nota diciendo que no podía con la culpa ni con la enfermedad de Sofía. Me quedé solo con mi hija enferma y un dolor tan grande que sentía que me iba a ahogar.

La familia de Mariana me dio la espalda; decían que ahora entendían por qué Sofía nunca se pareció a mí. Mis propios padres me aconsejaron dejar todo atrás y empezar de nuevo. Pero cada vez que veía a Sofía dormir, tan frágil y valiente al mismo tiempo, sabía que no podía abandonarla.

—Papá, ¿vas a dejarme como mamá?— me preguntó una tarde mientras le cambiaban el suero en el hospital.

Me arrodillé junto a su cama y le tomé la mano.—Nunca te voy a dejar, mi niña. Eres mi hija aunque el mundo diga lo contrario.

Los meses pasaron entre tratamientos y noches sin dormir. Perdí mi trabajo como contador porque faltaba demasiado para cuidar a Sofía. Vendí el coche y empeñé las pocas joyas familiares que tenía para pagar las medicinas. A veces no teníamos ni para comer bien, pero siempre encontraba la manera de llevarle su pan dulce favorito al hospital.

Un día, mientras esperaba los resultados de un nuevo estudio, una enfermera se acercó y me dijo: —Don Javier, usted es un ejemplo para muchos aquí. No todos los padres se quedan cuando las cosas se ponen difíciles.

No supe qué responderle. Yo sólo hacía lo que sentía correcto: cuidar a mi hija.

La enfermedad avanzaba rápido y los médicos decían que necesitábamos un trasplante urgente. El verdadero padre biológico era nuestra única esperanza para encontrar un donante compatible. Busqué a Mariana desesperadamente, pero nadie sabía dónde estaba.

Recorrí media ciudad pegando carteles con su foto y el mensaje: “Ayuda urgente para Sofía”. Fui a programas de radio locales y hasta salí en la televisión contando nuestra historia. La gente empezó a donar dinero y víveres; algunos vecinos se turnaban para cuidar a Sofía cuando yo tenía que salir a buscar trabajo temporal.

Un día recibí una llamada anónima.—Javier… soy Mariana.— Su voz sonaba lejana.—Encontré al hombre… pero no quiere saber nada.—

Sentí rabia e impotencia.—Dile que es su hija la que está muriendo.—

Colgó sin decir más. Esa noche recé como nunca antes en mi vida. Le pedí a Dios que me diera fuerzas para seguir adelante.

Contra todo pronóstico, apareció un donante compatible gracias a una campaña nacional de médula ósea. Sofía fue operada y poco a poco empezó a recuperarse.

Hoy han pasado tres años desde aquella noche en que todo cambió. Sofía sigue luchando, pero está viva y llena de sueños. Yo trabajo como repartidor y hago lo posible para darle una vida digna. Mariana nunca volvió; aprendí a perdonarla porque entendí que todos somos humanos y cometemos errores.

A veces me pregunto si el amor verdadero es ese que nace del corazón o si depende de la sangre. ¿Qué harían ustedes si descubrieran un secreto así? ¿Eligen quedarse o huyen del dolor?