Cuando la enfermedad toca la puerta: La visita de mamá
—¿Por qué no contestas el teléfono, Mariana? ¿No ves que podría pasarme algo? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan aguda como siempre, mientras yo intentaba calmar a Emiliano, que lloraba porque no encontraba su cuaderno de tareas.
Era martes por la tarde y el calor de Ciudad de México se colaba por las ventanas abiertas. Mi madre, Teresa, llevaba tres días en mi departamento. Tres días desde que su presión arterial se disparó y decidió que no podía quedarse sola en su casa. Tres días desde que mi vida se puso patas arriba.
—Mamá, estaba bañando a Emiliano —le respondí, intentando no sonar exasperada—. No puedo estar en todo al mismo tiempo.
Ella me miró con esos ojos grandes y oscuros que siempre me hacían sentir como una niña otra vez. —¿Y si me hubiera desmayado? ¿Y si me hubiera muerto aquí sola?
Sentí la culpa apretarme el pecho. Esa culpa que sólo una madre sabe sembrar en el corazón de su hija. Me acerqué y le tomé la mano. —No te va a pasar nada, mamá. Estoy aquí.
Pero por dentro, lo único que quería era salir corriendo. Mi departamento era pequeño: dos habitaciones, una sala diminuta y una cocina donde apenas cabíamos los tres. Emiliano tenía que dormir conmigo porque mamá ocupaba su cuarto. Las noches eran un concierto de toses, suspiros y quejas. Yo apenas dormía.
El miércoles por la mañana, mientras preparaba café, escuché a mamá hablando por teléfono con mi tía Rosa. —Mariana no entiende lo que es estar enferma. Cree que todo es fácil porque es joven…
Me ardieron los ojos. ¿Joven? A mis 34 años, con un hijo de ocho y un trabajo de medio tiempo en una papelería, lo último que sentía era juventud o ligereza.
Emiliano entró corriendo a la cocina. —Mamá, ¿puedo ver la tele?
—Sí, pero bajito, que la abuela está descansando —le dije.
—¿Por qué la abuela está siempre triste? —preguntó en voz baja.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a un niño que el amor puede doler? Que a veces cuidar a quien más quieres puede hacerte sentir prisionera en tu propia casa.
Esa tarde, mientras lavaba los platos, mamá se acercó despacio. —¿Te molesta que esté aquí?
Me quedé helada. Quise mentirle, decirle que no, que estaba bien, pero las palabras se atoraron en mi garganta.
—No es fácil para nadie —dije al fin—. Pero eres mi mamá.
Ella suspiró y se sentó a mi lado. —No quiero ser una carga para ti, Mariana. Pero me da miedo estar sola… Desde que tu papá murió, la casa se siente tan vacía…
Recordé el funeral de papá, hace dos años. Mamá llorando desconsolada, yo sosteniéndola mientras Emiliano preguntaba por qué el abuelo dormía tanto. Desde entonces, mamá se había vuelto más frágil, más dependiente.
Esa noche discutimos por primera vez desde su llegada.
—Mamá, necesito que entiendas que Emiliano también necesita su espacio…
—¿Me estás diciendo que me vaya? —su voz tembló—. ¿Después de todo lo que hice por ti?
—No es eso… sólo quiero que encontremos una forma para que todos estemos bien.
Se encerró en el cuarto y no salió hasta la mañana siguiente.
Los días pasaron entre silencios incómodos y pequeñas explosiones de enojo. Un día olvidé comprarle sus medicinas y me gritó delante de Emiliano. Otra noche lloró porque no podía dormir y yo sólo quería descansar después de un turno agotador.
Un sábado por la tarde, mientras Emiliano jugaba con sus carritos en el piso, mamá me llamó desde el cuarto.
—Mariana… ven, por favor.
Entré y la vi sentada en la cama, con las manos temblorosas.
—No quiero pelear contigo —me dijo—. Pero tengo miedo… miedo de morirme sola… miedo de ser una molestia para ti…
Me senté a su lado y la abracé fuerte. Sentí su fragilidad bajo mis brazos y recordé cuando era yo quien temblaba de miedo en las noches de tormenta y ella me abrazaba así.
—No eres una molestia, mamá… sólo necesito aprender a cuidarte sin olvidarme de mí misma.
Lloramos juntas un rato largo. Emiliano entró y nos abrazó también.
Esa noche hablamos largo sobre buscar ayuda: una enfermera unas horas al día, apoyo psicológico para las dos. Mamá aceptó a regañadientes. Yo prometí ser más paciente; ella prometió intentar ser menos dura conmigo.
No fue fácil. Hubo días buenos y días malos. A veces sentía que me ahogaba en la culpa; otras veces lograba respirar hondo y recordar que también tenía derecho a mi propio espacio.
Hoy mamá sigue viviendo conmigo algunos días al mes. Emiliano ya no pregunta por qué la abuela está triste; ahora le lleva flores del parque para alegrarla. Yo aprendí a decir «no» sin sentirme mala hija.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre el amor y la culpa? ¿Cuántas hijas sienten que nunca hacen suficiente? ¿Y si aprender a poner límites también es una forma de amar?