Cuando la Nevera se Volvió Frontera: Crónica de una Ruptura en Ciudad de México
—¿Otra vez compraste leche deslactosada, Mariana? Sabes que no me gusta —me gritó Mauricio desde la cocina, mientras yo intentaba concentrarme en mi laptop, sentada en el sillón desvencijado del departamento que compartíamos en la Narvarte.
No respondí. No porque no tuviera ganas, sino porque ya sabía a dónde nos llevaba esa discusión. Era martes por la noche y la lluvia golpeaba los vidrios con fuerza. Afuera, los cláxones y el bullicio de la ciudad parecían un eco lejano de nuestra propia tormenta interna.
Mauricio abrió la nevera con un golpe seco. Sentí el frío escapando, como si quisiera advertirme que algo se estaba perdiendo. —¿Y mis yogures? —insistió—. ¿Por qué están hasta atrás?
Me levanté y fui a la cocina. Lo miré a los ojos, cansada. —Porque no caben con tus cervezas y tus salsas. No hay espacio para nada más.
Él bufó. —Siempre es lo mismo contigo. Todo lo quieres controlar.
Quise gritarle que no era cierto, que sólo intentaba organizar el poco espacio que teníamos, pero me mordí los labios. Sabía que si seguía, terminaríamos diciendo cosas peores. Así empezó todo: una pelea insignificante sobre la leche y los yogures. Pero esa noche, algo cambió.
Al día siguiente, cuando abrí la nevera para sacar mi tupper con arroz y frijoles, noté que Mauricio había puesto una cinta adhesiva dividiendo los estantes. En su lado, cervezas, salsas picantes y yogures griegos; en el mío, verduras marchitas y un queso panela a medio terminar. Me reí por no llorar.
—¿En serio? —le pregunté cuando llegó del trabajo.
—Así evitamos problemas —me respondió sin mirarme.
La cinta se volvió muralla. Pronto, cada quien compraba su propia comida. Si accidentalmente tomaba algo suyo, él lo notaba y me lo reclamaba. Yo hacía lo mismo. La nevera era sólo el principio: después vinieron las repisas del baño, el cajón de los cubiertos, hasta el espacio del sofá.
Nuestros amigos dejaron de visitarnos porque ya no soportaban la tensión. Mi mamá me llamaba todos los domingos para preguntarme si todo estaba bien. Yo le mentía: «Sí, ma, sólo estamos cansados».
Pero la verdad era otra. Mauricio y yo casi no hablábamos. Cuando lo hacíamos, era para discutir sobre las cuentas: la renta que subía cada año, el gas que se acababa antes de tiempo, la tarjeta de crédito siempre al límite. Él trabajaba horas extra en una agencia de publicidad; yo daba clases particulares de inglés para poder pagar mis propios gastos.
Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Mauricio hablando por teléfono en voz baja:
—No sé cuánto más aguante así… Sí, ya sé que debería irme… Pero no es tan fácil… No tengo a dónde ir…
Sentí un nudo en el estómago. ¿De verdad habíamos llegado tan lejos? ¿Éramos dos extraños compartiendo un departamento y una nevera dividida?
Recordé cuando llegamos juntos a ese lugar: cómo pintamos las paredes de azul marino porque decíamos que nos recordaba al mar de Acapulco; cómo bailábamos cumbia en la sala los viernes por la noche; cómo nos reíamos cuando el microondas hacía saltar las palomitas por todo el piso.
Ahora sólo quedaban silencios y miradas esquivas. Una mañana encontré una nota pegada en mi lado de la nevera:
«Por favor no tomes mis huevos. Gracias. M.»
Me sentí humillada y furiosa al mismo tiempo. Quise escribirle otra nota peor, pero sólo rompí la suya y tiré los huevos al bote de basura.
Esa noche tuvimos una pelea como nunca antes:
—¡¿Por qué tienes que ser tan infantil?! —gritó él.
—¡¿Y tú por qué tienes que marcar territorio como si esto fuera una guerra?!
—¡Porque ya no sé cómo hablarte! ¡Todo te molesta!
—¡Porque ya no eres el mismo! ¡Ya no somos los mismos!
Nos quedamos callados mucho rato. Afuera seguía lloviendo. Mauricio se fue a dormir al sofá; yo lloré en silencio en nuestra cama vacía.
Los días siguientes fueron peores. Empezamos a turnarnos para usar la cocina; evitábamos coincidir en el baño; salíamos a trabajar sin despedirnos. La nevera seguía ahí, como un recordatorio cruel de lo que habíamos perdido.
Un sábado por la tarde, mientras lavaba ropa en la azotea, vi a Doña Lupita, nuestra vecina del 302.
—¿Y tu marido? —me preguntó con su voz ronca.
—No es mi marido —le respondí sin ganas.
Ella me miró con compasión y me ofreció un café instantáneo en su departamento lleno de plantas y gatos.
—A veces uno tiene que soltar antes de que todo se pudra —me dijo mientras revolvía el azúcar—. Si no, hasta el amor se echa a perder como la comida olvidada en el refri.
Esa noche lo supe: tenía que irme. Empaqué mis cosas en silencio mientras Mauricio dormía. Dejé una nota en mi lado de la nevera:
«Me voy porque ya no queda nada fresco entre nosotros. Ojalá encuentres paz y espacio para ti. Mariana»
Salí del departamento sin mirar atrás. Caminé bajo la lluvia hasta la esquina y tomé un taxi rumbo a casa de mi mamá.
Ahora escribo esto desde su sala, rodeada del olor a café y pan dulce recién hecho. A veces extraño a Mauricio; otras veces siento alivio. Pero cada vez que abro la nevera aquí y veo todo mezclado —el mole junto al yogur, las tortillas junto al jamón— entiendo que el amor no debería tener fronteras tan frías.
¿En qué momento dejamos que los problemas cotidianos nos separaran tanto? ¿Cuántas parejas estarán ahora mismo dividiendo su vida por miedo a hablar lo que duele? ¿Y tú… has sentido alguna vez que tu hogar se llena de fronteras invisibles?