Cuando la noche no termina: La historia de Mariana y el silencio de Javier
—¿Por qué no contestas el teléfono, Javier? —susurré al vacío, apretando el celular con tanta fuerza que sentí los nudillos entumecidos. Eran las dos y media de la madrugada y la ciudad, allá afuera, seguía viva, pero aquí adentro todo era silencio y sombras. Caminaba de un lado a otro en el departamento, con las luces apagadas para no gastar más luz, porque la cuenta ya venía alta y Javier últimamente ni para eso dejaba dinero.
No era la primera vez. Desde hace semanas, Javier llegaba tarde o simplemente no llegaba. Decía que era por trabajo, que el jefe lo necesitaba hasta tarde en la oficina del centro, pero yo ya no le creía. No después de encontrar ese mensaje en su celular: “¿Hoy sí vas a venir? Te extraño”. El nombre guardado era “Carlos”, pero yo conocía esa forma de escribir. No era un amigo.
Mi mamá siempre me decía: “Mariana, los hombres cambian cuando sienten que ya te tienen segura”. Y yo me reía, porque Javier era distinto, o eso creía. Nos conocimos en la universidad, en una marcha por los desaparecidos de Ayotzinapa. Él gritaba fuerte, yo lloraba bajito. Me enamoré de su rabia y su ternura. Ahora sólo quedaba el eco de su voz y mis lágrimas mudas.
Esa noche, mientras caminaba descalza por el piso frío, recordé la última pelea. Había llegado a las cuatro de la mañana, oliendo a perfume barato y cigarro. Le reclamé que al menos avisara si iba a llegar tarde, que no podía dormir pensando si le había pasado algo en la calle. Él sólo me miró con esos ojos cansados y dijo: “No empieces otra vez, Mariana. Estoy harto de tus dramas”.
Me dolió más que un golpe. ¿Dramas? ¿Acaso era mucho pedir un poco de respeto? ¿Era drama querer saber si el hombre con el que comparto mi vida sigue amándome?
La ansiedad me carcomía. Pensé en llamarle a mi hermana, Lucía, pero ella siempre me decía lo mismo: “Déjalo, hermana. Tú vales más que esto”. Pero yo no quería dejarlo. No quería ser otra mujer sola en esta ciudad enorme, donde los hombres te miran como si fueras invisible o como si fueras un trofeo.
De pronto escuché las llaves en la puerta. Mi corazón se detuvo un segundo. Me paré firme frente a la entrada.
—¿Dónde estabas? —pregunté apenas entró, sin poder controlar el temblor en mi voz.
Javier ni siquiera me miró. Dejó su mochila en el sillón y fue directo al baño.
—No empieces, Mariana. Estoy cansado —dijo desde adentro.
—¿Cansado de qué? ¿De tu esposa o de tu otra vida? —le grité, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Salió del baño y me miró con una mezcla de rabia y tristeza.
—No tienes idea de lo difícil que es todo esto para mí —susurró—. No es tan fácil como piensas.
—¿Qué no es fácil? ¿Mentirme? ¿O vivir con dos mujeres?
Se quedó callado. El silencio se hizo tan pesado que sentí que me ahogaba.
—¿Por qué no me dices la verdad? —le rogué—. ¿Por qué no tienes el valor?
Javier se sentó en el sillón y se cubrió la cara con las manos.
—No quiero perderte… pero tampoco puedo dejarla a ella —dijo al fin, casi en un susurro.
Sentí que el mundo se partía bajo mis pies. Todo lo que habíamos construido juntos: los planes, los sueños, las risas en las noches de lluvia… todo se desmoronaba.
Me senté frente a él, sin saber si gritar o llorar.
—¿Y yo qué hago con este dolor? —le pregunté—. ¿Qué hago con todo lo que siento?
Javier no respondió. Se levantó y salió del departamento sin mirar atrás. La puerta se cerró con un golpe seco que retumbó en mi pecho.
Me quedé sola, abrazando mis rodillas en el sillón donde tantas veces nos quedamos dormidos viendo películas piratas del tianguis. Afuera empezaba a amanecer y los primeros rayos de sol entraban tímidos por la ventana sucia.
Pensé en mi mamá, en sus consejos llenos de resignación; en Lucía, siempre fuerte; en mí misma, perdida entre el miedo y la esperanza.
Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y vacío. Fui a trabajar como siempre al call center del centro histórico, contestando llamadas de gente enojada porque su internet no servía. Nadie notaba mis ojos hinchados ni mi voz quebrada.
Una tarde, Lucía llegó a mi casa sin avisar. Traía pan dulce y café del Oxxo.
—Ya supe lo de Javier —me dijo sin rodeos—. ¿Qué vas a hacer?
No supe qué responderle. Sólo lloré mientras ella me abrazaba fuerte.
—No tienes que quedarte donde no te quieren —me susurró—. No eres menos por estar sola.
Pero yo sí me sentía menos. Menos mujer, menos valiente, menos todo.
Esa noche soñé con Javier. Soñé que regresaba y me pedía perdón, que todo volvía a ser como antes. Pero al despertar sólo estaba yo y el eco de su ausencia.
Pasaron semanas antes de volver a verlo. Una tarde tocó la puerta del departamento. Venía con los ojos rojos y una maleta pequeña.
—No puedo seguir así —me dijo—. No quiero hacerte más daño… pero tampoco sé cómo vivir sin ti.
Lo miré largo rato antes de responderle.
—A veces amar también es saber soltar —le dije con voz temblorosa—. No quiero ser tu segunda opción ni tu refugio cuando todo sale mal.
Javier asintió y salió sin decir más palabra. Esta vez supe que era definitivo.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Pero al despertar sentí algo distinto: una calma extraña, como si por fin pudiera respirar después de mucho tiempo bajo el agua.
Hoy escribo esto mientras veo el amanecer desde mi ventana. Sigo teniendo miedo a la soledad, pero también sé que merezco algo mejor que migajas de amor.
¿Será que todas las mujeres tenemos que pasar por esto para aprender a querernos? ¿Cuántas veces más vamos a permitir que nos rompan antes de decir basta?