Cuando la pensión no compra el amor: La historia de Doña Carmen y su nieto Mateo

—Abuela, ¿ya te llegó la pensión este mes? —La voz de Mateo retumbó en la cocina, cortando el silencio de la mañana como un cuchillo. Yo estaba sirviendo café, temblorosa, con las manos ya cansadas por los años y el corazón aún más cansado por las ausencias.

No era la primera vez que preguntaba, pero esta vez sentí que algo se rompía dentro de mí. Recordé cuando era un niño pequeño y corría a abrazarme después de la escuela, cuando su madre —mi hija Lucía— aún vivía con nosotros en la casa de Puebla. Pero Lucía se fue a trabajar a Estados Unidos hace ya ocho años, prometiendo que pronto volvería. Desde entonces, Mateo y yo nos convertimos en familia de dos.

Al principio, creí que mi amor bastaría para llenar el vacío que dejó su madre. Me levantaba antes del amanecer para preparar su desayuno, lo acompañaba a la escuela y le contaba historias de cuando yo era niña en el rancho. Pero los años pasaron y Mateo cambió. Se volvió callado, distante, y empezó a salir con amigos que no conocía. Yo trataba de acercarme, pero él siempre tenía prisa o estaba pegado al celular.

—Sí, hijo, ya llegó —le respondí con voz suave, intentando no mostrar mi tristeza—. ¿Por qué preguntas?

Mateo no respondió. Solo tomó las llaves y salió sin despedirse. Me quedé mirando la puerta cerrada, sintiendo cómo el aire se volvía más pesado en la casa vacía.

Esa noche, mientras preparaba frijoles para la cena, escuché su voz en el patio:

—Te lo juro, güey, cuando mi abuela agarre la pensión completa, me quedo con ella. Mientras tanto, pues ni modo…

Me asomé por la ventana y vi a Mateo hablando por teléfono. No me vio. Sentí un nudo en la garganta. ¿Eso era yo para él? ¿Solo una pensión?

Los días siguientes fueron una tortura silenciosa. Cada vez que Mateo me pedía dinero para «la escuela» o «el camión», yo le daba lo poco que tenía, esperando una palabra de cariño, una sonrisa como las de antes. Pero nada. Solo indiferencia y monosílabos.

Una tarde lluviosa, recibí una llamada de Lucía desde Houston.

—Mamá, ¿cómo está Mateo? ¿Se porta bien contigo?

No supe qué decirle. No quería preocuparla, pero tampoco podía mentirle.

—Está… bien. Un poco distante —dije al fin—. Lo siento tan lejos.

Lucía guardó silencio unos segundos.

—Mamá, aguanta un poco más. Pronto podré mandar más dinero y tal vez pueda traerlos conmigo…

Colgué con el corazón apretado. ¿Aguantar qué? ¿La soledad? ¿El desamor?

Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al cuarto de Mateo. Dormía profundamente, ajeno a mi dolor. Me senté a su lado y le acaricié el cabello como cuando era niño.

—Mateo —susurré—, ¿en qué momento dejamos de ser familia?

Al día siguiente decidí hablar con él. Preparé su desayuno favorito: huevos con chorizo y tortillas recién hechas.

—Mateo, quiero hablar contigo —dije mientras se sentaba a la mesa.

Él levantó la vista del celular con fastidio.

—¿Ahora qué?

Sentí las lágrimas asomarse, pero me obligué a ser fuerte.

—¿Tú me quieres? ¿O solo te quedas conmigo por la pensión?

Mateo se quedó callado unos segundos. Luego bufó.

—Ay abuela, no empieces… Todos necesitamos dinero. Tú también lo necesitas.

—Pero yo te necesito a ti —le respondí—. No como un gasto o una obligación, sino como mi nieto… como mi familia.

Mateo me miró por primera vez en mucho tiempo. Vi en sus ojos algo parecido a la culpa, pero enseguida volvió a mirar su celular.

—Ya me voy —dijo secamente y salió dando un portazo.

Me quedé sola en la mesa, con el desayuno enfriándose y el alma hecha pedazos.

Los días pasaron y Mateo cada vez llegaba más tarde a casa. Una noche no regresó. Llamé a sus amigos, recorrí las calles del barrio bajo la lluvia buscando alguna señal de él. Al amanecer lo encontré dormido en una banca del parque, rodeado de botellas vacías.

—¡Mateo! —grité entre lágrimas— ¿Por qué me haces esto?

Él despertó sobresaltado y al verme rompió en llanto.

—Perdón abuela… No sé qué hacer… Extraño a mi mamá… Odio esta vida…

Lo abracé fuerte, sintiendo su cuerpo temblar como cuando era niño asustado por las tormentas.

Esa mañana hablamos largo rato sentados en el parque mojado.

—No quiero que pienses que solo estoy contigo por tu dinero —me dijo entre sollozos—. Es solo que todo es tan difícil… Los amigos, la escuela… Siento que nadie me entiende.

Le acaricié el rostro y le prometí que juntos encontraríamos una salida. Que aunque la vida nos golpeara, siempre tendríamos el uno al otro.

Desde ese día las cosas cambiaron poco a poco. Mateo empezó a ayudarme en casa, me contaba sus problemas y hasta volvimos a reír juntos viendo telenovelas en las noches. No todo fue perfecto: hubo recaídas, discusiones y lágrimas. Pero aprendimos a escucharnos y apoyarnos sin condiciones.

Hoy sigo siendo una abuela con una pensión modesta y un corazón lleno de cicatrices, pero también de esperanza. Porque entendí que el amor no se compra ni se vende; se construye cada día con paciencia y ternura.

A veces me pregunto: ¿Cuántas abuelas en México y Latinoamérica viven lo mismo que yo? ¿Cuántos nietos buscan en sus abuelos solo un refugio económico y no emocional? ¿Y cuántos corazones esperan ser vistos más allá del dinero?

¿Ustedes qué piensan? ¿El amor familiar puede sobrevivir a la necesidad y al desencanto?