Cuando la Sangre No Es Todo: El Secreto de Victoria
—¡Victoria! ¡Victoria, por favor, respóndeme!—grité mientras la sacudía suavemente en el asiento trasero del taxi. El sudor frío le perlaba la frente y su respiración era cada vez más débil. El taxista, un hombre mayor llamado Don Ernesto, pisó el acelerador rumbo al hospital General de Puebla. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a estallar.
Nunca imaginé que una simple fiebre se convertiría en una pesadilla. Desde que Cristina desapareció hace seis meses, mi vida era un caos: trabajo doble turno en la panadería de mi hermano, cuido a Victoria y trato de entender por qué mi esposa se fue sin dejar rastro. Pero esa noche, todo mi dolor se concentró en el cuerpecito de mi hija.
En urgencias, los médicos me hicieron preguntas rápidas. —¿Alergias? ¿Antecedentes familiares de enfermedades?—
—No, nada—respondí, temblando.
—¿Seguro?—insistió la doctora Ramírez, mirándome con seriedad—. Necesitamos saber si hay historial de anemia falciforme o talasemia.
—No… que yo sepa—balbuceé. Llamé a mi suegra, Doña Marta, pero no contestó. Me sentí solo, como nunca antes.
Horas después, la doctora regresó con una expresión grave. —Señor Alejandro, necesitamos hacerle pruebas genéticas a usted y a su hija para descartar una enfermedad hereditaria.
Accedí sin pensar. Lo que importaba era salvar a Victoria.
Esa noche, mientras velaba junto a su cama, recordé el día en que Cristina y yo la trajimos al mundo. Lloré en silencio. ¿Por qué te fuiste, Cristina? ¿Por qué ahora?
Tres días después, la doctora me llamó a su oficina. —Señor Alejandro… hay algo que debe saber. Las pruebas muestran que usted no es el padre biológico de Victoria.
Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. —Eso no puede ser… ¡es mi hija!—grité.
La doctora bajó la mirada. —Entiendo lo difícil que es esto, pero necesitamos contactar a su madre biológica para buscar al donante compatible.
Salí del hospital tambaleándome. Llamé a Doña Marta una y otra vez hasta que finalmente respondió.
—Alejandro…—su voz temblaba—. Yo… yo no sabía cómo decírtelo.
—¿Qué está pasando? ¿Quién es el padre de Victoria?—pregunté con rabia contenida.
Silencio. Luego un suspiro largo.
—Cristina… antes de casarse contigo… tuvo una relación con un hombre en Veracruz. Cuando supo que estaba embarazada ya estaba contigo, y tú la aceptaste así… pero ella nunca te lo dijo porque tenía miedo de perderte.
Me desplomé en una banca del hospital. Todo lo que creía saber sobre mi familia era mentira.
Esa noche, miré a Victoria dormir conectada a los tubos y monitores. ¿Qué debía hacer? ¿Buscar al verdadero padre? ¿Contarle la verdad cuando creciera?
Los días siguientes fueron un torbellino: visitas al hospital, llamadas a Veracruz buscando pistas del hombre misterioso, discusiones con mi hermano Luis sobre si debía demandar a Cristina por abandono. Mi madre lloraba cada vez que me veía; decía que los hombres también tenemos derecho a llorar.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Cristina.
—Alejandro… perdóname. No podía seguir viviendo con la mentira. Me fui porque no soportaba verte sufrir por algo que no era tu culpa… ni mía.—Su voz era apenas un susurro.
—¿Dónde estás? Victoria te necesita. Está enferma.—Mi voz se quebró.
—Estoy en Coatzacoalcos… con mi tía. Te mando el número del hombre… se llama Jorge Ramírez.—Colgó antes de que pudiera decir más.
Llamé a Jorge esa misma noche. Al principio no me creyó, pero cuando le expliqué la situación médica accedió a hacerse las pruebas genéticas.
Mientras tanto, en el barrio todos murmuraban: “Pobre Alejandro, lo engañaron”, “Cristina siempre fue rara”, “¿Y ahora quién va a cuidar a la niña?”. Sentía las miradas clavadas en mi espalda cada vez que salía por tortillas o llevaba a Victoria al parque cuando mejoraba un poco.
Jorge llegó al hospital una semana después. Era un hombre moreno, alto y callado. Cuando vio a Victoria dormida en la cama, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Nunca supe que tenía una hija…—dijo en voz baja.
Las pruebas confirmaron la compatibilidad y Victoria recibió el tratamiento necesario. Pero el daño estaba hecho: mi confianza en Cristina se había roto para siempre.
Pasaron los meses y poco a poco Victoria mejoró. Jorge empezó a visitarla de vez en cuando; al principio yo sentía celos y rabia, pero luego entendí que ella necesitaba saber la verdad sobre sus raíces.
Un domingo por la tarde, mientras comíamos mole poblano en casa de mi madre, Victoria me miró con sus grandes ojos cafés y preguntó:
—Papá… ¿por qué mamá ya no vive con nosotros?
Tragué saliva y le respondí lo mejor que pude:
—A veces los adultos cometemos errores… pero yo siempre voy a estar contigo, pase lo que pase.
Esa noche lloré en silencio mientras veía las fotos familiares: cumpleaños, navidades, paseos al Zócalo… ¿Había sido todo una mentira? ¿O el amor que sentía por Victoria era más fuerte que cualquier secreto?
Hoy sigo luchando con esa pregunta. La gente dice que la sangre es lo más importante, pero yo aprendí que el verdadero lazo es el amor y el sacrificio diario. ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían una traición así o dejarían atrás todo por buscar su propia verdad?