Cuando la traición duerme bajo tu techo: la historia de Mariana y Lucía

—¿Por qué no llegaste antes, Lucía? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras el café se enfriaba entre mis manos. La lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en San Luis Potosí, y el eco de cada gota parecía marcar el ritmo de mi ansiedad. Lucía bajó la mirada, se acomodó el cabello detrás de la oreja y murmuró: —Perdón, Mariana. Se me hizo tarde en el trabajo.

En ese momento, no sospechaba nada. Lucía era mi amiga desde la universidad, la hermana que nunca tuve. Cuando me llamó llorando porque su esposo la había dejado y no tenía a dónde ir, no dudé en abrirle las puertas de mi casa. Mi esposo, Andrés, estuvo de acuerdo. «Aquí siempre hay lugar para una amiga», dijo, sonriendo con esa calidez que me enamoró hace más de diez años.

Al principio todo era como siempre: risas en la cocina, confidencias nocturnas, películas los viernes. Pero poco a poco, algo cambió. Lucía empezó a quedarse más tiempo en casa, a ayudarle a Andrés con sus cosas del trabajo —él es contador y ella también—, y a veces los encontraba hablando en voz baja en el patio. Yo lo atribuía a la confianza, a la amistad. ¿Cómo iba a imaginar que detrás de esas miradas había algo más?

Una noche, mientras preparaba la cena, escuché risas ahogadas en la sala. Me asomé y vi a Lucía y Andrés sentados muy juntos en el sofá, compartiendo una copa de vino. «¿Qué hacen?», pregunté, fingiendo una sonrisa. «Nada, Mari —dijo Lucía—, solo le contaba a Andrés una anécdota del trabajo». Sentí una punzada en el pecho, pero me convencí de que era solo mi imaginación.

Las semanas pasaron y empecé a notar pequeños cambios: Andrés llegaba más tarde del trabajo, Lucía se arreglaba más aunque no saliera de casa, y cada vez que entraba en una habitación donde estaban ellos dos, el ambiente se volvía tenso. Una tarde encontré un mensaje en el celular de Andrés: «Gracias por escucharme hoy. Eres lo mejor que me ha pasado últimamente». El remitente era Lucía.

El mundo se me vino abajo. No quise creerlo. Pensé en enfrentarla, pero el miedo a perderlo todo me paralizó. Esa noche no pude dormir; escuchaba sus voces desde la sala y sentía que mi hogar se desmoronaba.

Al día siguiente, decidí hablar con mi madre. «Mamá, creo que Lucía y Andrés…», no pude terminar la frase. Ella me miró con tristeza: «Hija, uno nunca termina de conocer a las personas. Pero tienes que enfrentarlo».

Esa noche esperé a que Lucía regresara del supermercado. Cuando entró, la miré directo a los ojos:
—¿Tienes algo que decirme?
Ella titubeó, pero luego bajó la cabeza.
—Mariana… yo no quería que pasara esto. Me sentí sola, vulnerable… Andrés fue amable conmigo y… las cosas se dieron.
Sentí que me arrancaban el corazón del pecho.
—¿Y pensaste en mí? ¿En todo lo que hemos vivido juntas? —le grité entre lágrimas.
—Lo siento —susurró—. No puedo evitar lo que siento por él.

Andrés apareció en la puerta, pálido como un fantasma.
—Mariana… perdóname. No sé cómo pasó.

La rabia me cegó.
—¡Lárguense los dos! ¡Ahora mismo!

Esa noche dormí sola por primera vez en quince años. El silencio era ensordecedor; cada rincón de la casa me recordaba su traición. Mis hijos dormían ajenos al drama que acababa de destruir nuestra familia.

Los días siguientes fueron un infierno: vecinos murmurando, familiares opinando sin saber el dolor real que sentía. En el mercado, las miradas de lástima me perseguían como sombras. Mi suegra vino a reclamarme:
—¿Cómo pudiste dejar que esa mujer entrara a tu casa?
No tenía fuerzas para responderle.

Me refugié en el trabajo y en mis hijos. Pero cada noche, al apagar la luz, revivía cada momento con Lucía: nuestras risas, nuestras confidencias… ¿Cómo pudo traicionarme así? ¿Cómo pude ser tan ingenua?

Un día recibí una carta de Lucía:
«Mariana,
No busco tu perdón porque sé que no lo merezco. Solo quiero que sepas que nunca quise hacerte daño. Andrés y yo estamos juntos ahora, pero nada es como imaginé. Perdí a mi mejor amiga y eso duele más que cualquier amor prohibido».

No respondí. Guardé la carta en un cajón junto con las fotos de nuestra amistad rota.

Hoy han pasado dos años desde aquella noche. Andrés vive con Lucía en otra ciudad; mis hijos lo ven los fines de semana. Yo sigo aquí, reconstruyendo mi vida pedazo a pedazo. He aprendido a confiar en mí misma y a no entregar mi corazón tan fácilmente.

A veces me pregunto si alguna vez podré volver a confiar en alguien como confié en Lucía. ¿Vale la pena abrirle las puertas de tu vida a otra persona después de una traición así? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?