Cuando la verdad duele: El día que conocí a la amante de mi esposo

—¿Señora Ana? —escuché detrás de mí, justo cuando cruzaba la esquina del mercado de San Juan, con el sol de mediodía pegándome en la espalda y la bolsa de verduras apretada contra el pecho. Me detuve, confundida, porque nadie me llamaba así salvo los vecinos más antiguos del barrio. Me giré y vi a una mujer joven, de cabello oscuro y ojos grandes, que apretaba su bolso como si allí guardara un secreto. Su voz temblaba, pero su mirada era firme.

—Sí, soy yo —respondí, con esa cortesía automática que aprendí de mi madre, aunque por dentro sentía una punzada de inquietud.

Ella tragó saliva. —Tenemos que hablar. Es sobre Julián… su esposo.

En ese instante, el mundo pareció detenerse. El bullicio del mercado se desvaneció y solo escuchaba el latido de mi propio corazón. Sentí que las piernas me flaqueaban, pero me obligué a mantenerme erguida. No podía mostrar debilidad frente a una desconocida.

—¿Quién eres tú? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta.

—Me llamo Camila —dijo ella, bajando la mirada—. Yo… yo soy la persona con la que Julián ha estado saliendo desde hace un año.

No sé cómo logré no soltar la bolsa ni gritarle en plena calle. Solo sentí un frío recorriéndome el cuerpo, como si alguien hubiera abierto una ventana en pleno invierno. Miré a Camila y vi en sus ojos algo parecido al arrepentimiento, pero también una determinación que me asustó.

—¿Por qué me dices esto ahora? —musité, apenas audible.

—Porque estoy embarazada —respondió ella, y sentí que el suelo se abría bajo mis pies—. Y él… él no sabe qué hacer. Me dijo que te ama, pero también me ama a mí. No podía seguir callando.

Las palabras se arremolinaron en mi cabeza: embarazo, amor, traición. Todo lo que creía seguro se desmoronaba frente a mí, en medio de la calle donde tantas veces caminé con Julián y nuestros hijos, Tomás y Lucía.

No recuerdo cómo llegué a casa esa tarde. Cerré la puerta tras de mí y me desplomé en el sofá. El reloj marcaba las tres y media; faltaban dos horas para que los niños regresaran de la escuela. Lloré en silencio, mordiendo una almohada para no gritar. ¿Cómo no lo vi venir? ¿En qué momento Julián dejó de mirarme como antes?

Esa noche, cuando Julián llegó, lo esperé sentada en la mesa del comedor. Tenía los ojos hinchados y las manos heladas. Él me miró extrañado.

—¿Todo bien, Ana?

—¿Quién es Camila? —pregunté sin rodeos.

El color se le fue del rostro. Por un segundo pensé que iba a negarlo todo, pero bajó la cabeza y empezó a llorar como un niño.

—Perdóname… No quería hacerte daño…

—¿Por qué? —le grité—. ¿Por qué nos hiciste esto?

Julián balbuceó excusas: el trabajo, el estrés, sentirse solo aunque yo estuviera ahí. Dijo que nunca pensó enamorarse de otra persona, que todo se le fue de las manos. Yo solo escuchaba palabras vacías mientras recordaba los cumpleaños juntos, las noches en vela cuidando a los niños enfermos, los sueños compartidos de tener una casita propia algún día.

Durante semanas vivimos como fantasmas bajo el mismo techo. Yo evitaba mirarlo; él intentaba acercarse, pero yo ya no podía confiar. Mis padres me decían que pensara en los niños, que nadie es perfecto y que los hombres a veces “se equivocan”. Mi hermana menor me gritaba por teléfono que lo dejara y empezara de nuevo. En el trabajo, mis compañeras cuchicheaban cuando creían que no las escuchaba; en el barrio, las miradas se volvían cuchillos cada vez que salía al mercado.

Una tarde lluviosa, Camila volvió a buscarme. Esta vez estaba pálida y ojerosa.

—No quiero quitarte nada —me dijo—. Solo quiero que Julián sea responsable con mi hijo.

La miré largo rato. Vi en ella el reflejo de mi propio dolor: dos mujeres heridas por el mismo hombre, enfrentadas por circunstancias que ninguna eligió realmente.

—¿Sabes lo que es criar sola a dos niños? —le pregunté—. ¿Sabes lo que es mirar a tus hijos y no saber cómo explicarles por qué su papá ya no es el mismo?

Camila rompió a llorar y por primera vez sentí compasión por ella. No era mi enemiga; éramos víctimas del egoísmo y la cobardía de Julián.

Esa noche tomé una decisión. Llamé a Julián y le dije que debía irse de casa hasta que yo pudiera pensar con claridad. Él suplicó quedarse, prometió cambiar, pero yo ya no podía cargar con su culpa ni con la mía.

Los días siguientes fueron un torbellino: abogados, acuerdos de manutención, conversaciones difíciles con Tomás y Lucía (“Papá va a vivir en otro lugar por un tiempo”). Lloraron mucho; yo también. Pero poco a poco aprendimos a vivir sin él.

Un domingo cualquiera, mientras preparaba arepas para el desayuno y los niños reían viendo caricaturas en la sala, sentí una paz extraña. No era felicidad todavía, pero sí alivio: había sobrevivido al peor dolor de mi vida y seguía aquí, entera aunque con cicatrices.

A veces me pregunto si hice bien en dejarlo ir o si debí luchar más por nuestra familia. ¿Cuántas mujeres viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántas veces nos enseñan a perdonar lo imperdonable solo por miedo al qué dirán?

Quizás nunca tenga todas las respuestas. Pero sé que merezco respeto y amor verdadero; mis hijos también. Y si alguna vez vuelvo a amar, será sin miedo ni mentiras.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían una traición así o buscarían empezar de nuevo? Los leo…