Cuando la verdad duele: Un llamado en la madrugada
—¿Aló? —Mi voz temblaba, aunque eran apenas las dos de la madrugada y yo no esperaba ninguna llamada. Del otro lado, una voz desconocida:—¿La señora Mariana Torres? Llamamos del Hospital General de Quito. Su exesposo, Julián Herrera, ha tenido un accidente. Usted figura como contacto de emergencia.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Julián. Ese nombre que no pronunciaba desde hacía seis años, desde el día en que se fue de la casa dejando solo una nota y un silencio que nunca supe llenar. Miré a mi hija Camila, dormida en el sofá, con sus libros de la universidad abiertos sobre el pecho. ¿Cómo le explicaría que su padre, ese fantasma en nuestra vida, volvía a aparecer justo ahora?
Me vestí a ciegas y salí a la calle fría de Quito. El taxi olía a cigarrillo y humedad. El chofer, un hombre mayor con acento costeño, me miró por el retrovisor.—¿Todo bien, señora?—No lo sé —respondí, y por primera vez sentí que era verdad.
En el hospital, las luces blancas me hicieron parpadear. Una enfermera joven me llevó hasta la sala de espera.—El señor Herrera está estable, pero necesita una cirugía urgente. ¿Puede firmar los papeles?—¿Por qué yo? —pregunté, casi suplicando.—Es la única persona que él mencionó antes de perder el conocimiento.
Firmé sin leer. ¿Qué otra opción tenía? Me senté y recordé la última vez que vi a Julián: estaba borracho, gritando que no podía más con la presión, con las deudas, con mi desconfianza. Yo le lancé las llaves y le dije que si se iba, no volviera jamás. Y cumplió.
Las horas pasaron lentas. Camila me llamó al amanecer.—Mami, ¿dónde estás?—En el hospital. Tu papá tuvo un accidente.—¿Mi papá? —Su voz era un susurro incrédulo.—Sí, hija. No sé qué va a pasar.
Camila llegó poco después, con los ojos hinchados y el cabello recogido a la carrera.—¿Por qué no me dijiste antes?—No quería preocuparte —mentí. En realidad, no quería enfrentarme a esa parte de nuestra historia.
El doctor salió finalmente.—La cirugía fue un éxito, pero Julián necesita reposo y alguien que lo cuide.—¿No tiene a nadie más? —pregunté.—Solo a ustedes.
Esa noche, mientras Julián dormía conectado a tubos y máquinas, Camila se sentó a mi lado.—¿Por qué se fue papá?—No lo sé exactamente —dije, aunque sí lo sabía. Pero ¿cómo decirle que su padre huyó porque no soportó la pobreza ni mis reproches? ¿Cómo confesarle que yo también tuve culpa?
Los días siguientes fueron una rutina extraña: ir al hospital, escuchar los ronquidos de Julián, ver cómo Camila le leía en voz baja. Una tarde, cuando creí que dormía, Julián abrió los ojos.—¿Mariana?—Aquí estoy.—Perdóname —susurró.—¿Por qué ahora?—Porque pensé que podía empezar de nuevo lejos de ustedes… pero nunca pude.
Lloré en silencio. Recordé las veces que le rogué que buscara ayuda para su depresión, las noches en vela contando monedas para pagar la renta en nuestro pequeño departamento en el sur de Quito. Recordé también mi orgullo, mi incapacidad para perdonar sus errores.
Camila escuchó todo desde la puerta.—Papá… ¿por qué nunca llamaste?—Tenía miedo de que me odiaras —respondió él.—Te odié mucho tiempo —dijo ella— pero ahora solo quiero entender.
Las semanas pasaron y Julián mejoró. El hospital nos pidió decidir: o lo llevábamos a casa o lo trasladaban a un hogar para enfermos terminales. No tenía dinero ni familia. Solo nos tenía a nosotras.
Esa noche discutimos en la cocina.—No puedo hacerlo sola —le dije a Camila.—Yo tampoco sé si puedo perdonarlo —respondió ella.—Pero es tu padre.—Y tú todavía lo amas —me lanzó como un golpe bajo.
Me quedé callada. ¿Lo amaba? O solo extrañaba la idea de una familia completa…
Decidimos llevarlo a casa. Los vecinos murmuraban: “Mira, volvió el marido perdido”. Mi madre vino desde Ambato solo para decirme que era una tonta.—Ese hombre te hizo sufrir demasiado.—Ya no soy la misma de antes —le respondí.
Cuidar a Julián fue más difícil de lo que imaginé. A veces gritaba de dolor; otras veces lloraba como un niño y pedía perdón por todo: por irse, por mentirnos, por no ser el padre ni el esposo que prometió ser.
Una tarde lluviosa, mientras Camila preparaba café en la cocina y yo cambiaba las sábanas de Julián, él me tomó la mano.—Mariana… hay algo más que debes saber.—¿Qué cosa?—Antes de irme… te fui infiel.—Sentí que el mundo se detenía.—¿Con quién?—Con una compañera del trabajo… Fue solo una vez. Me arrepentí al instante pero no tuve valor para decírtelo.
Me quedé helada. Todo el dolor guardado durante años salió como un grito ahogado.—¿Por qué me lo dices ahora?—Porque no quiero morir con más secretos.
Esa noche no dormí. Pensé en irme con Camila y dejarlo solo. Pero al amanecer, cuando vi su rostro demacrado y su mirada suplicante, entendí algo: el rencor solo me había hecho daño a mí misma.
Camila también lloró cuando se lo conté.—Siempre supe que había algo más… pero igual quiero intentarlo —me dijo.
Los meses siguientes fueron una mezcla de dolor y pequeños milagros: Julián aprendió a caminar otra vez; Camila le enseñó a usar el celular; yo aprendí a soltar poco a poco el pasado.
Un día cualquiera, mientras desayunábamos juntos por primera vez en años, Julián nos miró con lágrimas en los ojos.—Gracias por darme esta segunda oportunidad.
No sé si algún día podré perdonarlo del todo. Pero sí sé que el silencio y los secretos casi destruyen mi familia. Ahora prefiero enfrentar la verdad, aunque duela.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en mentiras y orgullos? ¿Cuántos se atreven a perdonar antes de que sea demasiado tarde?