Cuando la verdad duele: Un padre contra el sistema por su hijo

—¡Papá, no me siento bien!— gritó Matías, mi hijo de doce años, mientras se aferraba a su estómago en la cocina. Era una mañana cualquiera en nuestra casa de San Miguel, un barrio humilde en las afueras de Lima. Yo estaba preparando café cuando lo vi palidecer, sudar frío y desplomarse en el suelo. El sonido de su cuerpo cayendo me partió el alma.

Corrí hacia él, lo levanté y sentí cómo su cuerpo temblaba entre mis brazos. —¡Matías! ¡Hijo, despierta!— le rogué, pero sus ojos estaban cerrados y su respiración era débil. Mi esposa, Lucía, entró corriendo y gritó: —¡Llama a una ambulancia, por favor!—

Marqué el 106 con manos temblorosas. La operadora me preguntó datos, dirección, síntomas. Sentí que cada segundo era una eternidad. Cuando por fin llegaron los paramédicos, Matías apenas reaccionaba. Lo subieron a la ambulancia y Lucía y yo nos miramos con miedo, sin saber si volveríamos a ver a nuestro hijo sonreír.

En el hospital público, el caos era el pan de cada día. Gente esperando en los pasillos, médicos corriendo de un lado a otro, enfermeras agotadas. Nos hicieron esperar horas antes de que alguien revisara a Matías. Un médico joven, con ojeras profundas, nos dijo: —Parece una crisis hipoglucémica, pero necesitamos exámenes. Hay que esperar turno para laboratorio.—

—¿Esperar? ¡Mi hijo se está muriendo!— grité desesperado.

El médico me miró con resignación: —Señor, hay muchos niños en peor estado. Hacemos lo que podemos.—

Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podía ser que la vida de mi hijo dependiera de una lista de espera? Lucía lloraba en silencio, abrazando a Matías mientras él apenas murmuraba: —Papá, no quiero morir.—

Esa noche no dormimos. Vi pasar camillas con niños desnutridos, madres llorando porque no había medicinas. Escuché historias de familias que vendían todo para pagar una clínica privada. Yo no tenía nada más que mi trabajo como chofer de colectivo y un par de ahorros para emergencias.

Al día siguiente, los resultados llegaron tarde: Matías tenía diabetes tipo 1 y necesitaba insulina urgente. Pero en el hospital no había stock. —Vayan a comprarla afuera— nos dijeron sin mirarnos a los ojos.

Salí corriendo a la farmacia más cercana. El precio era absurdo: dos meses de mi sueldo por un frasco. Llamé a mi hermana en Arequipa para pedirle ayuda. Ella lloró conmigo por teléfono: —Hermano, aquí tampoco hay insulina en los hospitales.—

Regresé al hospital con las manos vacías y el corazón destrozado. Vi a Matías conectado a suero, pálido como nunca antes. Lucía me abrazó fuerte y susurró: —No podemos dejarlo morir aquí.—

Esa noche tomé una decisión: no me quedaría callado. Al día siguiente fui al director del hospital y le exigí respuestas. Me recibió una secretaria indiferente: —El doctor está ocupado.—

—¡Mi hijo puede morir por culpa de este sistema podrido!— grité tan fuerte que todos voltearon a mirarme.

Un guardia me sacó del edificio mientras yo lloraba de rabia. Afuera, un grupo de madres se acercó a mí:

—¿A tu hijo también le falta medicina?— preguntó una señora con acento norteño.

—Sí… y no tengo cómo pagarla.—

—No estás solo— me dijo otra mujer. —Estamos organizando una protesta para exigir medicinas y atención digna.—

Por primera vez sentí que no estaba solo en esta lucha. Esa tarde marchamos frente al hospital con pancartas hechas a mano: “¡Nuestros hijos merecen vivir!”, “¡La salud es un derecho!”

La prensa local llegó y entrevistaron a varias madres. Yo hablé con la voz quebrada:

—¿Qué haría usted si su hijo estuviera muriendo por falta de insulina? ¿Por qué tenemos que elegir entre comer o comprar medicinas?—

Esa noche recibí llamadas anónimas amenazándome: —Deja de hacer escándalo o te vas a arrepentir.— Pero yo ya no tenía miedo; el miedo era ver morir a mi hijo por culpa de la indiferencia.

Finalmente, después de días de presión y protestas, el hospital recibió un pequeño lote de insulina donada por una ONG extranjera. No era suficiente para todos, pero Matías pudo recibir su dosis.

Vi cómo su color volvía poco a poco, cómo abría los ojos y sonreía débilmente: —Gracias, papá.—

Pero yo sabía que esto era solo el principio. El sistema seguía roto; otros niños seguían esperando. Me juré que no dejaría de luchar hasta que ningún padre tuviera que pasar por este infierno.

Hoy Matías está mejor, pero cada vez que le inyecto insulina siento una mezcla de alivio y rabia. Alivio porque sigue vivo; rabia porque sé que mañana podría faltar otra vez.

Me pregunto: ¿Cuántos padres más tendrán que gritar para ser escuchados? ¿Hasta cuándo vamos a aceptar que la vida de nuestros hijos dependa del dinero o la suerte? ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?