Cuando la Voz de Mi Hija Me Salvó: Una Historia de Fe y Despertar en Buenos Aires

—Mamá, ¿por qué ese señor no quiere que le preguntemos nada? —La voz de Camila, mi hija de diez años, temblaba mientras apretaba mi mano en el pasillo oscuro del edificio viejo. Yo apenas podía mirarla. Tenía el corazón en la garganta y el contrato de compra-venta arrugado en el bolsillo.

Era un martes húmedo en Buenos Aires, de esos que huelen a encierro y a promesas rotas. Había ahorrado durante años trabajando como cajera en un supermercado de Almagro, haciendo malabares para pagar la escuela de Camila y la pensión del monoambiente donde vivíamos. El sueño de tener un departamento propio era lo único que me mantenía en pie cuando las piernas me flaqueaban del cansancio.

El hombre que nos esperaba en el hall se llamaba Sergio Gómez. O eso decía. Vestía traje barato y tenía una sonrisa demasiado amplia para mi gusto. Me había prometido un dos ambientes en Caballito, con balcón y cocina reciclada. Era perfecto para nosotras. Pero algo en su mirada me hacía sentir incómoda, aunque yo no quería escucharlo. Necesitaba creer que esta vez la suerte estaba de mi lado.

—No seas desconfiada, Cami —le susurré—. Ya casi es nuestro. Solo falta firmar y transferir el dinero.

Ella no respondió. Se quedó mirando a Sergio, que hablaba por teléfono con alguien, dándonos la espalda. Sentí su manito sudada aferrarse más fuerte a la mía.

Esa noche, mientras cenábamos arroz con huevo, Camila insistió:
—Mamá, ¿por qué no le preguntaste por qué no podemos ver el departamento otra vez antes de pagar?

Me molesté. No quería discutir. Había pasado semanas buscando departamentos, soportando miradas de desprecio por ser madre soltera y pobre. Nadie quería alquilarme nada sin garantía propietaria ni recibo en blanco. Sergio era mi única esperanza.

—No entiendes, hija —le dije, casi llorando—. Si no lo hacemos ahora, alguien más lo va a comprar.

Camila bajó la cabeza. Pero al día siguiente, cuando fuimos al banco para hacer la transferencia, ella se plantó frente a mí y me dijo algo que nunca voy a olvidar:
—Mamá, si te equivocás, ¿dónde vamos a vivir?

Me temblaron las manos. Miré el papel con los datos bancarios de Sergio y sentí un nudo en el estómago. De pronto recordé todas las veces que mi mamá me había dicho que escuchara mi instinto. Pero yo solo quería dejar de sentirme una fracasada.

En ese momento, Camila sacó su celular y buscó el nombre de Sergio Gómez en Google. Yo le dije que no molestara, pero ella insistió. De repente, me mostró la pantalla: “Denuncian a falso corredor inmobiliario por estafas en Caballito”. Había fotos del mismo hombre con otras mujeres llorando.

Sentí que me caía el mundo encima. Salí corriendo del banco con Camila detrás mío. Lloré en la vereda como una nena perdida. Ella me abrazó fuerte y me dijo:
—No importa si seguimos en el monoambiente, mamá. Lo importante es que estamos juntas.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había ignorado por miedo a perder una oportunidad. Pensé en las veces que callé la voz de mi hija porque creí que yo sabía más por ser adulta. Pensé en mi propia mamá, que siempre decía: “Los chicos ven lo que los grandes no quieren mirar”.

Al día siguiente fui a la comisaría a hacer la denuncia. Había otras mujeres esperando con la misma historia: madres solteras, jubiladas, estudiantes. Todas buscando un lugar donde empezar de nuevo y todas engañadas por la misma promesa vacía.

Volví a casa con Camila y cocinamos juntas unas empanadas improvisadas con lo poco que teníamos en la heladera. Nos reímos entre lágrimas cuando se nos quemaron algunas.

Pasaron los meses y seguimos en el monoambiente, pero algo cambió entre nosotras. Empecé a escuchar más a Camila, a confiar en su intuición y a pedirle perdón cuando me equivoco. Ella empezó a confiar más en sí misma también.

Un día, mientras caminábamos por Parque Centenario, Camila me preguntó:
—¿Por qué los adultos creen que siempre tienen razón?

No supe qué responderle. Solo le apreté la mano y le prometí que nunca más iba a dejar de escucharla.

Hoy sigo luchando por nuestro hogar propio, pero ya no tengo miedo de perderlo todo porque sé que lo más importante está conmigo: mi hija y nuestra confianza mutua.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres como yo están tan desesperadas por un techo que dejan de escuchar lo más valioso que tienen? ¿Cuántas veces ignoramos las señales por miedo a quedarnos sin nada? ¿Y si aprender a escuchar fuera el primer paso para salvarnos?