Cuando Lucía y Santiago Recuperaron Su Boda de las Garras de la Familia
—¡Lucía, no puedes servir ceviche en la boda! ¡Eso es de mal gusto!— gritó mi madre desde la cocina, mientras removía con furia una olla de arroz.
Yo, con el teléfono pegado a la oreja, escuchaba a mi suegra, doña Carmen, del otro lado: —Mijita, ya hablé con el padre Juan para que la ceremonia sea en la iglesia del centro, no en ese jardín que ustedes querían. ¡Es más elegante!
Sentí que el corazón se me apretaba. ¿Cómo era posible que el día que soñé desde niña se estuviera convirtiendo en una batalla campal entre mi madre y mi suegra? Santiago, mi novio, entró a la cocina y me miró con esos ojos de complicidad que siempre me han salvado.
—¿Otra vez cambiaron algo?—susurró, tomando mi mano bajo la mesa.
Asentí, tragando las lágrimas. No era solo el ceviche, ni la iglesia. Era la lista de invitados, el color de las flores, la música. Todo. Mi madre quería invitar a sus amigas de la parroquia, doña Carmen insistía en traer a sus primos de Veracruz. Nadie nos preguntaba nada.
Esa noche, mientras Santiago y yo caminábamos por el malecón, le confesé mi miedo: —¿Y si nuestra boda termina siendo de ellas y no nuestra?
Él se detuvo, me abrazó fuerte y me susurró: —No vamos a dejar que eso pase. Vamos a recuperar nuestro día, Lucía. Pero tenemos que ser inteligentes.
Así nació nuestro plan. Decidimos fingir que aceptábamos todos los cambios. Dejamos que mi madre eligiera el menú, que doña Carmen cambiara la iglesia, que ambas hicieran y deshicieran a su antojo. Pero en secreto, reservamos el jardín donde nos conocimos, contratamos a la banda de cumbia que nos hizo bailar por primera vez, y preparamos un menú con nuestros platillos favoritos: ceviche, tamales y pastel de tres leches.
El día de la boda llegó con un cielo nublado y un aire de tensión. Mi madre me miraba de reojo mientras me ayudaba a ponerme el vestido. —Recuerda sonreír, hija. Todo va a salir perfecto— dijo, sin saber que nada saldría como ella planeaba.
Santiago llegó a buscarme en un taxi destartalado, no en la limusina que doña Carmen había contratado. —¿Listos para la aventura?—me guiñó el ojo. Subimos al taxi y nos dirigimos al jardín, mientras nuestros padres esperaban en la iglesia vacía.
Cuando llegaron al jardín, después de recibir una llamada de emergencia de mi primo Toño (cómplice en todo esto), ambas madres estaban furiosas. —¡¿Qué es esto?!—gritó doña Carmen al ver las mesas decoradas con flores silvestres y los manteles de colores vivos.
Mi madre se llevó las manos a la cabeza al ver a la banda de cumbia afinando los instrumentos. —¡Lucía, esto no es lo que planeamos!
Tomé aire y, por primera vez en mi vida, hablé con firmeza: —No, mamá. Esto es lo que Santiago y yo soñamos. Hoy es nuestro día, y queremos compartirlo con ustedes, pero a nuestra manera.
El silencio fue pesado. Por un momento, pensé que se irían. Pero entonces, mi abuela Rosa, que había llegado temprano y estaba sentada en una esquina, se levantó y aplaudió. —¡Así se hace, mija! ¡La boda es de los novios!
Poco a poco, los invitados comenzaron a reír, a bailar, a disfrutar del ceviche y los tamales. Mi madre y doña Carmen, al principio rígidas y molestas, terminaron bailando juntas al ritmo de la cumbia, con los pies descalzos y el corazón ligero.
Esa noche, mientras Santiago y yo mirábamos las estrellas desde una hamaca, sentí una paz inmensa. Habíamos recuperado nuestro día, pero sobre todo, habíamos aprendido a poner límites sin dejar de amar a nuestras familias.
A veces me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que otros decidan por nosotros por miedo a herirlos? ¿Cuándo fue la última vez que defendiste tu felicidad, aunque eso significara desafiar a quienes más amas?