Cuando Mamá Rosa Trajo a Don Ernesto a Nuestra Casa

—¿Por qué hay dos cepillos de dientes nuevos en el baño? —le pregunté a Julián mientras me quitaba los zapatos, exhausta después de un turno doble en la cafetería.

Él ni siquiera levantó la vista del celular. —Mi mamá dijo que iba a invitar a Ernesto unos días. Ya sabes cómo es ella, no le gusta estar sola.

Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que Mamá Rosa hacía algo así, pero esta vez era diferente. Desde que me mudé a Ciudad de México para estudiar en la UNAM, había aprendido a sobrevivir con poco: departamentos diminutos, compañeros de cuarto ruidosos, trabajos mal pagados. Pero al menos, desde que Julián y yo rentábamos juntos, sentía que tenía un espacio propio. Un refugio. Ahora, ese refugio se sentía invadido.

Mamá Rosa llegó esa noche con su energía arrolladora y su risa escandalosa. Detrás de ella venía Don Ernesto, un hombre mayor, de bigote perfectamente recortado y mirada inquisitiva. Traía una maleta grande y una bolsa llena de frutas que dejó sobre la mesa como si fuera una ofrenda.

—¡Ay, muchachos! No saben lo feliz que estoy de estar aquí —dijo Mamá Rosa abrazándonos a los dos—. Ernesto va a quedarse unos días conmigo. Espero que no les moleste.

Claro que nos molestaba. Pero nadie se atrevió a decirlo en voz alta.

Las primeras noches fueron incómodas. Ernesto roncaba tan fuerte que las paredes temblaban. Mamá Rosa cocinaba para todos, pero usaba nuestros pocos ahorros para comprar ingredientes caros: carne de res, vino chileno, postres importados. Yo apenas podía permitirme el transporte público y el café instantáneo.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Mamá Rosa hablando por teléfono en voz baja:

—No te preocupes, hija… Aquí estamos bien. Pero sí, Julián y Camila están tensos. Es difícil para ellos compartir el espacio…

Me sentí culpable por espiar, pero también furiosa. ¿Por qué tenía que cargar con la responsabilidad emocional de todos? ¿Por qué nadie pensaba en mí?

Julián empezó a llegar más tarde del trabajo. Decía que tenía mucho que hacer en la oficina, pero yo sabía que solo quería evitar el caos en casa. Una noche discutimos:

—¿Por qué no le dices algo a tu mamá? —le reclamé—. Este departamento es pequeño y apenas tenemos para nosotros dos.

—¡Es mi mamá! ¿Qué quieres que haga? —me gritó—. Además, tú sabías cómo era cuando nos mudamos juntos.

—No sabía que iba a traer a su novio a vivir aquí sin preguntar.

El silencio se instaló entre nosotros como una pared invisible.

Los días pasaron y la tensión creció. Ernesto empezó a opinar sobre todo: cómo cocinaba yo, cómo limpiábamos el baño, incluso sobre mi trabajo en la cafetería.

—Una muchacha tan inteligente debería buscar algo mejor —me decía mientras hojeaba el periódico—. ¿Por qué no intentas en una oficina? O mejor aún, ¿por qué no estudias otra carrera?

Quise gritarle que no era asunto suyo, pero solo apreté los dientes y seguí lavando tazas.

Un sábado por la mañana, mientras intentaba estudiar para un examen de admisión a una maestría, escuché risas en la sala. Me asomé y vi a Mamá Rosa y Ernesto tomando tequila con unos amigos suyos del barrio. La música estaba tan alta que las ventanas vibraban.

No aguanté más. Salí al balcón y llamé a mi mamá en Veracruz.

—Ya no puedo más —le dije llorando—. Siento que no tengo casa. Que no tengo pareja. Que no tengo nada mío.

Ella guardó silencio unos segundos antes de responder:

—Hija, tienes derecho a poner límites. No te olvides de ti misma por complacer a los demás.

Esa noche decidí hablar con Julián seriamente. Esperé a que todos se durmieran y lo desperté suavemente.

—No puedo seguir así —le susurré—. Siento que me estoy perdiendo. Necesito saber si tú también quieres esto… o si solo estamos sobreviviendo juntos por costumbre.

Él me miró con los ojos llenos de sueño y tristeza.

—No sé qué hacer, Cami —me dijo—. Siento que si le digo algo a mi mamá se va a enojar conmigo para siempre.

—¿Y yo? ¿No te importa si yo me pierdo en el proceso?

No hubo respuesta esa noche.

Al día siguiente, mientras desayunábamos todos juntos, Mamá Rosa anunció:

—Ernesto y yo hemos decidido quedarnos un tiempo más. Nos sentimos muy cómodos aquí.

Sentí cómo se me cerraba la garganta. Miré a Julián buscando apoyo, pero él solo bajó la cabeza.

Me levanté de la mesa y salí corriendo al parque más cercano. Me senté en una banca y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en todo lo que había sacrificado por amor: mi independencia, mi paz mental, mis sueños de tener un espacio propio.

Esa tarde busqué anuncios de cuartos en renta cerca del trabajo. No podía seguir esperando a que Julián tomara una decisión por los dos.

Cuando regresé al departamento, Mamá Rosa estaba sola en la cocina.

—¿Estás bien, Camila? —me preguntó con voz suave por primera vez desde que llegó.

La miré fijamente y le dije:

—Necesito irme. Necesito encontrar mi propio lugar otra vez.

Ella asintió lentamente, como si entendiera algo profundo.

Esa noche empacé mis cosas en silencio. Julián intentó detenerme:

—Cami, por favor… podemos solucionarlo juntos.

Pero yo ya había tomado mi decisión.

Me mudé a un cuarto pequeño con una ventana que daba al patio interior de un edificio viejo. No era mucho, pero era mío. Por primera vez en meses dormí tranquila.

Julián me llamó varias veces después, pero nunca contesté. Necesitaba aprender a escucharme antes de volver a escuchar a los demás.

A veces me pregunto si fui egoísta o valiente al irme. ¿Cuántas veces sacrificamos nuestra felicidad por miedo al conflicto? ¿Cuántas veces dejamos que otros decidan por nosotros?

¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?