Cuando Mamá Volvió a Casa: El Peso Invisible del Amor
—¿Por qué dejaste la luz encendida otra vez, Mariana? —La voz de mi mamá retumba en el pasillo, cortando el silencio de la madrugada como un cuchillo afilado.
Me detengo en seco, con la taza de café temblando en mis manos. Son las cinco y media de la mañana y ya siento el peso de su mirada detrás de la puerta entreabierta. Hace siete meses que mamá se mudó a mi departamento, y desde entonces, cada rincón de mi vida parece estar bajo su escrutinio.
Recuerdo el día que llegó. Llovía a cántaros sobre la colonia Narvarte. Mi hermano Julián y yo cargábamos sus maletas, mientras ella observaba todo con ese gesto entre resignado y ansioso. «No quiero ser una carga», murmuró, pero yo solo atiné a sonreírle y decirle que aquí estaría mejor, que ya no podía vivir sola en Veracruz después del infarto.
Pero nadie me advirtió lo difícil que sería. Nadie me preparó para el choque de costumbres, para los reproches velados, para la invasión de mi espacio y mis rutinas. Mamá se instaló en mi vida como una presencia constante, a veces tierna, a veces asfixiante.
—¿Otra vez vas a salir tan temprano? —pregunta desde la mesa, mientras revuelve su café con ese golpeteo nervioso que me pone los pelos de punta.
—Tengo mucho trabajo, mamá. Ya sabes cómo es la agencia —respondo, intentando sonar paciente.
Ella suspira. —Antes desayunabas conmigo los domingos. Ahora ni los lunes te veo.
Me muerdo el labio. Quiero decirle que necesito mi espacio, que extraño mi soledad, que no puedo con todo. Pero me callo. ¿Cómo le explico que el amor también cansa?
Las primeras semanas fueron una mezcla de nostalgia y ternura. Cocinábamos juntas, veíamos telenovelas como cuando era niña. Pero pronto llegaron las discusiones: por la comida, por el orden, por mi manera de vestir o por cómo educo a mi hija Sofía. Mamá critica mi forma de ser madre, y yo siento que retrocedo veinte años cada vez que levanta la voz.
Una noche, después de una pelea por el control remoto, Julián me llamó.
—¿Cómo van las cosas con mamá?
—No sé si puedo más —le confesé entre lágrimas—. Me siento mala hija por pensar así, pero me está volviendo loca.
Julián suspiró al otro lado del teléfono. —Yo tampoco podría. Pero tú siempre fuiste la fuerte.
Esa palabra: fuerte. ¿Por qué siempre tengo que serlo? ¿Por qué nadie pregunta si quiero o si puedo?
Los días pasan entre rutinas forzadas y silencios incómodos. Sofía, mi hija adolescente, empieza a evitar el departamento. «Tu abuela no me deja en paz», se queja. Y yo no sé cómo mediar entre dos generaciones tan distintas.
Una tarde, mientras lavo los trastes, escucho a mamá llorar en su cuarto. Me acerco y la encuentro sentada en la cama, mirando una foto vieja de papá.
—Extraño mi casa —me dice sin mirarme—. Extraño mi vida.
Me siento a su lado y le tomo la mano. Por un momento, somos solo dos mujeres cansadas por la vida, tratando de entenderse.
—Yo también extraño la mía, mamá —susurro—. Pero aquí estamos las dos, haciendo lo que podemos.
A veces pienso en cómo sería todo si viviéramos en otro país, donde los ancianos van a residencias y los hijos siguen con sus vidas. Pero aquí en México eso es casi un pecado. La familia es sagrada; el deber filial es ley no escrita.
Pero ¿a qué costo? Mi salud mental se resquebraja; mis relaciones se enfrían; mi hija se aleja. Y sin embargo, cada noche cubro a mamá con una manta y le doy un beso en la frente como cuando era niña.
Un domingo cualquiera, Julián viene a visitarnos. La tensión se palpa en el aire.
—¿Por qué no te llevas a mamá unos días? —le pido casi suplicante.
Él baja la mirada. —Mi departamento es muy chico… y además trabajo todo el día.
Mamá escucha desde la cocina y se encierra en su cuarto sin decir palabra. Esa noche no cena; yo tampoco tengo hambre.
A veces pienso en huir. Fantaseo con rentar un cuarto lejos de todo y dormir hasta tarde sin sentirme culpable. Pero luego veo a mamá tan frágil y sola, y me duele el pecho de solo imaginarla sin mí.
Una mañana cualquiera, Sofía me abraza antes de irse a la escuela.
—Mamá… ¿cuándo vamos a volver a estar solas tú y yo?
No sé qué responderle. No sé si algún día volveremos a ser solo nosotras dos.
La vida se ha vuelto una cuerda floja: equilibrio precario entre el amor y el agotamiento, entre el deber y el deseo propio. A veces siento que nadie nos preparó para esto: para cuidar a quienes nos cuidaron sin perder nuestra propia vida en el intento.
Hoy escribo esto mientras mamá duerme la siesta y Sofía escucha música en su cuarto. Afuera llueve otra vez sobre la ciudad inmensa e indiferente.
¿Hasta cuándo podremos sostenernos así? ¿Cuántas familias viven este mismo dilema en silencio? ¿El amor basta para soportar tanto peso?