Cuando me convertí en una extraña en mi propia familia: La historia de una madre mexicana
—¿Por qué no te animas, mamá? Aquí estarás mejor, con nosotros y con Emiliano —me insistía Mariana, mi hija mayor, mientras yo miraba por la ventana de mi pequeño departamento en Iztapalapa. El sol caía sobre los techos de lámina y el bullicio de la calle subía como un murmullo lejano. Yo tenía miedo, pero también una esperanza tonta de volver a sentirme parte de algo.
Acepté. Empaqué mis cosas en dos maletas viejas y me despedí de los vecinos que me vieron criar a mis tres hijos sola, después de que Raúl nos dejara por otra mujer. Mariana vivía en un departamento moderno en la Narvarte, con su esposo Alejandro y mi nieto Emiliano, un niño callado que apenas me conocía.
La primera noche fue incómoda. Mariana me mostró mi cuarto: pequeño, con una cama individual y una ventana que daba al patio de servicio. —Cualquier cosa que necesites, avísame —me dijo, dándome un beso rápido en la frente antes de irse a preparar la cena. Me senté en la cama y sentí el peso del silencio. No era mi casa.
Los días pasaron y me fui dando cuenta de que era una invitada en su mundo. Mariana salía temprano a trabajar; Alejandro apenas me saludaba antes de encerrarse en su estudio. Emiliano iba a la escuela y regresaba pegado a su celular. Yo cocinaba, limpiaba, trataba de ayudar, pero siempre había algo que hacía mal: —Mamá, no le pongas tanto chile al guiso, Emiliano no come picante —o— Por favor, no laves la ropa blanca con la de color.
Una tarde escuché a Mariana hablando por teléfono con su hermana menor, Lucía:
—No sé qué hacer con mamá. Siento que está triste, pero tampoco quiero que se sienta incómoda…
Me dolió escuchar eso. ¿Incómoda? Yo solo quería sentirme útil, parte de su vida. Pero cada vez que intentaba acercarme, sentía que estorbaba. Una noche, mientras cenábamos, intenté contarles una anécdota de cuando Mariana era niña:
—¿Se acuerdan cuando fuimos a Acapulco y Mariana se perdió en la playa?
Alejandro ni levantó la vista del celular. Emiliano hizo una mueca aburrida. Mariana sonrió forzada:
—Sí, mamá, pero eso fue hace mucho…
Me callé. Sentí un nudo en la garganta y fingí que tenía sueño para irme temprano a mi cuarto.
Los días se volvieron rutina: yo sola en el departamento mientras todos salían. A veces salía al parque cercano a ver a otras señoras pasear a sus nietos o platicar entre ellas. Yo no conocía a nadie. Extrañaba mi barrio, mis amigas del mercado, el ruido familiar de mi antigua vida.
Un domingo, Mariana organizó una comida familiar. Lucía llegó con sus hijos y su esposo. La casa se llenó de risas y gritos infantiles. Yo preparé mole como antes, esperando que alguien notara el esfuerzo.
—¡Ay mamá! ¿Por qué hiciste tanto? Nadie come tanto mole ya —me reclamó Lucía.
Me senté en la mesa y los vi platicar entre ellos sobre sus trabajos, sus viajes, sus problemas modernos. Yo era invisible. Nadie me preguntó cómo estaba o qué sentía.
Esa noche lloré en silencio. Me pregunté si había hecho mal en mudarme, si había sido egoísta al esperar cariño o compañía. Recordé cuando mis hijos eran pequeños y todo giraba alrededor de mí: sus risas, sus peleas, sus sueños… Ahora yo era solo un estorbo educado.
Un día decidí hablar con Mariana:
—Hija, ¿te molesta que esté aquí? Siento que no pertenezco…
Ella se sorprendió:
—No digas eso, mamá. Solo estamos acostumbrándonos todos…
Pero sus palabras sonaban vacías. Sabía que su vida ya no tenía espacio para mí más allá de la obligación.
Empecé a buscar actividades fuera: fui a la iglesia del barrio, me apunté a un taller de tejido en el centro comunitario. Poco a poco encontré otras mujeres como yo: madres desplazadas por el tiempo y las prioridades modernas.
Una tarde, mientras tejíamos bufandas para donar al hospital infantil, una señora llamada Doña Carmen me dijo:
—A veces uno da todo por los hijos y al final se queda sola… Pero aquí estamos nosotras para acompañarnos.
Sentí un alivio extraño. No era la única. Había miles como yo en toda Latinoamérica: madres que dejaron todo por sus hijos y ahora eran huéspedes en sus propias familias.
Con el tiempo aprendí a no esperar tanto de Mariana ni de mis nietos. Empecé a reconstruir mi vida desde lo pequeño: una charla con Doña Carmen, una misa los domingos, una llamada ocasional con mis amigas del barrio viejo.
A veces Mariana me mira preocupada:
—¿Estás bien, mamá?
Yo sonrío y le digo que sí. Aprendí a no pedir lo que no pueden darme.
Pero por las noches me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser el centro del mundo para convertirnos en sombras? ¿Será que nuestros hijos algún día entenderán lo que sentimos?
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que ya no pertenecen al lugar donde antes eran indispensables?