Cuando mi esposo supo que quería echar a sus padres de nuestra casa, me rogó perdón: Pero yo nunca podría hacerlo
—¡No puedes hacer esto, Ivana!— gritó Dario desde la puerta, con la voz quebrada y los ojos llenos de súplica. Yo estaba en la sala, con las maletas de sus padres ya listas junto a la entrada. El aire olía a café frío y a rabia contenida. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho.
Nunca imaginé llegar a este punto. Hace apenas dos semanas, creía que mi vida era normal: casada con Dario desde hace ocho años, madre de dos niños traviesos, y viviendo en una casa modesta en las afueras de Córdoba, Argentina. Pero todo cambió la noche en que encontré los mensajes en el celular de Dario. Mensajes de amor, promesas y fotos que no dejaban lugar a dudas. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
Esa noche no dormí. Miraba el techo y repasaba cada momento de los últimos años: las veces que él llegaba tarde, las excusas tontas, las miradas esquivas. Me sentí una tonta. Pero lo peor fue pensar en mis hijos, en lo que esto significaría para ellos.
Al día siguiente, enfrenté a Dario. No gritamos. No lloramos. Solo hubo un silencio espeso y doloroso. Él negó todo al principio, pero cuando le mostré las pruebas, bajó la cabeza y murmuró: —Perdóname, Ivana. No sé en qué estaba pensando.
Pero yo sí sabía en qué estaba pensando: en sí mismo. En su comodidad. En su madre, Rosa, y su padre, Don Ernesto, que vivían con nosotros desde hacía tres años porque «no podían pagar el alquiler» después de la jubilación. Siempre me sentí una extraña en mi propia casa. Rosa criticaba mi comida, mi forma de criar a los chicos, hasta cómo tendía la ropa. Don Ernesto apenas me dirigía la palabra.
La traición de Dario fue la gota que rebalsó el vaso. Esa misma semana, mientras él estaba en el trabajo, me senté con Rosa y Ernesto en la cocina.
—Necesito que busquen otro lugar para vivir —dije con voz firme, aunque por dentro temblaba.
Rosa me miró como si hubiera dicho una blasfemia.
—¿Nos vas a echar? ¿Después de todo lo que hicimos por vos?
—No es justo —agregó Don Ernesto, sin mirarme a los ojos.
No respondí. No podía explicarles el dolor que sentía, ni cómo su presencia era un recordatorio constante de todo lo que había perdido.
Cuando Dario llegó esa noche y vio las maletas, se arrodilló frente a mí.
—Por favor, Ivana. No los eches. Ellos no tienen a dónde ir. Te juro que voy a cambiar. Dame otra oportunidad.
Lo miré largo rato. Vi al hombre del que alguna vez me enamoré, pero también vi al hombre que me había traicionado y permitido que su familia me hiciera sentir menos en mi propia casa.
—¿Y yo? ¿Quién pensó en mí? —le pregunté con voz baja.
No respondió. Solo lloró.
Esa noche dormí sola por primera vez en años. Los chicos preguntaron por sus abuelos al día siguiente y yo solo pude abrazarlos fuerte y decirles que todo iba a estar bien.
Los días siguientes fueron un infierno. Rosa lloraba todo el tiempo y llamaba a sus hermanas para contarles lo «cruel» que era yo. Don Ernesto se encerraba en su cuarto y apenas salía para comer. Dario intentaba mediar, pero cada vez que lo veía sentía una mezcla de amor y odio imposible de describir.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Rosa hablando por teléfono:
—Esta mujer nos quiere echar porque no soporta compartir con nosotros… ¡y encima le aguanta todo a Dario! Si fuera mi hija ya lo habría dejado…
Me mordí los labios hasta sangrar. Nadie sabía lo difícil que era para mí seguir adelante solo por mis hijos.
Finalmente, después de una semana de tensión insoportable, Rosa y Ernesto aceptaron irse a vivir con una sobrina en Villa María. El día que se fueron, Rosa me miró con un odio frío:
—Ojalá nunca tengas que pasar por esto con tus propios hijos.
No respondí. Solo cerré la puerta y me dejé caer al suelo, llorando como nunca antes.
Dario intentó acercarse varias veces después de eso. Me llevó flores, cocinó para los chicos, incluso fue a terapia solo para demostrarme que quería cambiar. Pero algo dentro de mí se había roto para siempre.
Una noche, mientras cenábamos en silencio, mi hijo mayor me preguntó:
—Mamá, ¿por qué la abuela ya no vive con nosotros?
Lo miré a los ojos y sentí una punzada en el pecho.
—A veces las familias necesitan espacio para sanar —le respondí—. Pero siempre vamos a estar juntos pase lo que pase.
Dario me miró con lágrimas en los ojos y supe que entendía lo que quería decir: nuestra familia ya no sería la misma.
Hoy han pasado seis meses desde aquel día. Sigo viviendo en la misma casa con mis hijos; Dario se mudó a un departamento cerca para poder verlos seguido. A veces pienso si hice lo correcto o si fui demasiado dura. Pero cuando veo a mis hijos dormir tranquilos, sé que elegí mi paz por encima del qué dirán.
¿Hasta dónde debemos aguantar por amor? ¿Cuándo es momento de pensar primero en uno mismo? ¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?