Cuando mi hija volvió: entre el amor y el sacrificio
—Mamá, ¿puedo quedarme contigo un tiempo? —La voz de Mariana temblaba al otro lado del teléfono, y aunque intentó sonar fuerte, supe de inmediato que algo se había roto dentro de ella.
Era una mañana de junio en Ciudad de México, el sol apenas asomaba entre los edificios y yo ya tenía lista mi taza de café, dispuesta a disfrutar de ese silencio tan raro en mi vida. Había trabajado treinta y cinco años como contadora en una pequeña empresa, y por fin, a mis sesenta y dos años, sentía que podía respirar. Pero esa llamada lo cambió todo.
Mariana llegó esa misma tarde, con los ojos hinchados y la pequeña Lucía dormida en sus brazos. No pregunté mucho; sólo abracé a mi hija y la ayudé a entrar. El departamento, que antes me parecía tan grande y vacío, se llenó de pronto con el eco de pasos pequeños y el llanto nocturno de una niña que extrañaba a su papá.
Al principio, pensé que era temporal. Mariana necesitaba sanar, encontrar trabajo, rehacer su vida después de que Javier la dejara por otra mujer. Yo también había pasado por momentos difíciles; sabía lo que era reconstruirse desde las cenizas. Así que cociné sus platillos favoritos, cuidé de Lucía mientras ella dormía largas siestas o lloraba en la ducha. Me convertí en su sostén, su refugio.
Pero las semanas se volvieron meses. Mariana consiguió un trabajo de medio tiempo en una tienda de ropa, pero el sueldo apenas alcanzaba para el transporte y algunas cosas para Lucía. Yo pagaba la renta, la comida, los útiles escolares. Me convertí en niñera, cocinera y patrocinadora sin darme cuenta.
—Mamá, ¿puedes recoger a Lucía hoy? Tengo que quedarme más tiempo en la tienda —me decía Mariana casi todos los días.
—Claro, hija —respondía yo, aunque por dentro sentía cómo mis planes se desmoronaban uno a uno.
Mis amigas me preguntaban por qué ya no iba al club de lectura o a las clases de yoga. Les daba excusas: que estaba cansada, que tenía cosas que hacer en casa. Pero la verdad era otra: no tenía tiempo ni energía para mí misma.
Una tarde, mientras preparaba arroz con pollo para la cena, escuché a Mariana hablando por teléfono en su cuarto.
—No sé cuánto más pueda quedarme aquí… Mamá dice que no hay problema, pero siento que abuso… Sí, sí, ya sé que debería buscar algo mejor pagado…
Me dolió escucharla. No porque pensara que abusaba de mí —yo le había abierto las puertas de mi casa y mi corazón— sino porque sentí que ambas estábamos atrapadas en una situación sin salida.
Empecé a notar pequeñas cosas: Mariana se volvía más irritable, Lucía tenía pesadillas y lloraba buscando a su papá. Yo me sentía invisible; nadie preguntaba cómo estaba yo. Mi vida se redujo a ser el soporte de las dos.
Un domingo por la tarde, mientras lavaba los platos, Mariana se acercó con los ojos rojos.
—Perdón, mamá. No quería que esto fuera así…
—¿Así cómo? —pregunté sin mirarla.
—Que tú tuvieras que hacerte cargo de todo otra vez. Yo sólo quería un poco de ayuda…
Solté el trapo y me apoyé en la mesa. Sentí un nudo en la garganta.
—Hija, yo te amo. Amo a Lucía. Pero también tengo derecho a vivir mi vida. No quiero sonar egoísta, pero siento que me estoy perdiendo…
Mariana se quedó callada. Por primera vez desde que volvió, nos miramos como dos mujeres cansadas, no sólo como madre e hija.
Esa noche no dormí. Pensé en mi propia madre, en cómo siempre postergó sus sueños por nosotros. ¿Era ese el destino inevitable de las mujeres en nuestra familia? ¿Ser siempre las cuidadoras, las que sostienen todo aunque nadie lo note?
Al día siguiente, hablé con Mariana con calma.
—Necesitamos buscar soluciones juntas —le dije—. No puedo seguir haciéndome cargo de todo sola. Tal vez puedas buscar otro trabajo o compartir gastos… Y yo necesito tiempo para mí. Quiero volver a mis clases de yoga, salir con mis amigas…
Mariana asintió. Lloró un poco más, pero después empezó a buscar opciones: habló con una amiga sobre un trabajo mejor pagado y empezó a ahorrar para buscar un pequeño departamento cerca del mío.
No fue fácil. Hubo días en los que discutimos fuerte; otras veces nos abrazamos llorando las dos. Pero poco a poco aprendimos a ponernos límites y a pedir ayuda cuando la necesitábamos.
Hoy Mariana ya tiene su propio espacio con Lucía. Nos vemos seguido; compartimos comidas y risas, pero cada una tiene su vida. Yo volví a leer cada mañana con mi café y hasta me animé a viajar con mis amigas a Oaxaca.
A veces me pregunto si hice bien en poner límites o si debí sacrificarme más por mi hija y mi nieta. ¿Hasta dónde llega el amor? ¿Cuándo empieza el derecho a vivir para una misma?
¿Ustedes qué piensan? ¿Es egoísmo querer recuperar mi vida o simplemente es justo después de tantos años entregados a los demás?