Cuando mi hijo cruzó la frontera y yo quedé al otro lado
—Santiago, ¿me escuchas?— Mi voz temblaba mientras el tono de llamada se repetía una y otra vez en el celular. El sol del mediodía entraba por la ventana de la cocina, iluminando la mesa donde, hasta hace poco, él desayunaba conmigo. Ahora, solo quedaba su taza favorita, vacía, como el hueco que dejó en mi vida.
Nunca fui de esas madres que atan a sus hijos. Siempre les dije a Santiago y a su hermana Lucía: “Ustedes tienen alas, vuelen alto. Yo estaré bien”. Y lo creía. Pero nadie te prepara para el silencio después del vuelo.
Santiago era mi orgullo. Un muchacho bueno, estudioso, trabajador. Cuando terminó la universidad en Medellín con honores, lloré de alegría. Ayudaba en casa, cuidaba a su hermana cuando yo tenía que trabajar doble turno en el hospital. Cuando conoció a Mariana, una joven dulce de Cali, me alegré por él. Se veían felices, soñaban juntos.
Pero todo cambió cuando Mariana consiguió una beca para estudiar enfermería en Houston. Santiago no dudó: “Mamá, es nuestra oportunidad. Quiero estar con ella y crecer juntos”. Lo abracé fuerte, escondiendo el miedo detrás de una sonrisa.
La despedida fue rápida. Un abrazo largo en el aeropuerto José María Córdova, promesas de llamadas diarias, mensajes y fotos. “No te preocupes, mamá. Vamos a hablar todos los días”, me dijo Santiago antes de desaparecer entre la multitud.
Las primeras semanas fueron como prometió: videollamadas llenas de risas, fotos de supermercados enormes y parques limpios. Mariana me saludaba con cariño: “Suegra, aquí la estamos cuidando mucho a Santiago”. Yo sentía que todo iba bien.
Pero poco a poco las llamadas se hicieron menos frecuentes. Primero fue el trabajo: “Mamá, estoy cansado, hablamos mañana”. Después, los horarios: “Aquí es muy tarde, mejor el fin de semana”. Luego, el silencio. Llamadas no contestadas, mensajes sin respuesta.
Lucía intentaba animarme: “Mamá, dale tiempo. Allá la vida es dura, seguro está ocupado”. Pero yo sentía cómo la distancia crecía como una grieta en mi pecho.
Una tarde lluviosa, mientras preparaba arepas para cenar, el teléfono sonó. Era Mariana.
—Hola, doña Rosa —su voz sonaba tensa—. Santiago está bien, pero anda muy estresado con el trabajo y los papeles de migración. No se preocupe si no responde siempre.
—¿No puede hablarme ni un minuto? —pregunté con un nudo en la garganta.
—A veces llega tan cansado que ni cena —dijo ella—. Pero yo le digo que la llame.
Colgué sintiéndome más sola que nunca. ¿Era tan difícil llamarme? ¿O acaso algo había cambiado entre nosotros?
Empecé a recordar las veces que lo regañé por llegar tarde o por no ayudar con los platos. ¿Habré sido demasiado dura? ¿O demasiado blanda? Las dudas me carcomían.
En el barrio todos hablaban de hijos que se iban al norte y mandaban dólares cada mes. Pero yo no quería dinero; quería escuchar su voz, saber si estaba bien, si era feliz.
Una noche no aguanté más y llamé a Lucía llorando:
—¿Qué hice mal? ¿Por qué Santiago no me llama?
—Mamá —me dijo ella—, tú siempre nos diste libertad. Tal vez ahora él necesita espacio para adaptarse. No es tu culpa.
Pero las palabras no llenaban el vacío. Empecé a revisar mis mensajes antiguos con Santiago: fotos de cumpleaños, chistes malos, consejos de madre. Todo parecía tan lejano.
Un domingo fui a misa y recé por él. Al salir, doña Marta me preguntó por Santiago:
—¿Y tu hijo? ¿Ya te mandó para arreglar la casa?
Sentí vergüenza de decirle que ni siquiera me llamaba. Solo sonreí y cambié de tema.
Esa noche soñé que Santiago volvía a casa con Mariana y un niño pequeño de ojos grandes. Me desperté llorando y con el corazón apretado.
Pasaron los meses y aprendí a vivir con la ausencia. Me refugié en mi trabajo y en Lucía, pero cada vez que sonaba el teléfono mi corazón saltaba esperando escuchar su voz.
Un día recibí un mensaje corto: “Mamá, te quiero mucho. Perdón por no llamar tanto. Estoy bien”. Lloré al leerlo, pero también sentí rabia. ¿Eso era todo lo que merecía?
En Navidad preparé buñuelos y natilla como siempre, esperando una llamada que nunca llegó. Mariana envió una foto de ellos frente a un árbol enorme en Houston. Sonreían felices.
Esa noche me senté sola en la sala y hablé en voz alta:
—¿En qué momento los hijos dejan de necesitar a su madre? ¿Será que algún día entenderán cuánto duele este silencio?
Ahora sigo aquí, esperando cada día una llamada que tal vez nunca llegue. Pero sigo siendo madre; sigo amando aunque duela.
¿Será que hice bien al dejarlo volar tan lejos? ¿O debí luchar más por tenerlo cerca? ¿Cuántas madres aquí sienten este mismo vacío?