Cuando mi hijo Santiago fue padre a los dieciocho: Confesiones de una madre mexicana

—Mamá, necesito hablar contigo… —me dijo Santiago, con la voz temblorosa y los ojos clavados en el suelo de la cocina. Era una tarde de julio, el calor apretaba y el ventilador apenas movía el aire espeso de nuestro pequeño comedor en el pueblo de San Rafael, Veracruz. Yo estaba picando cebolla para la cena cuando sentí que algo grave venía.

—¿Qué pasa, hijo? —le respondí, dejando el cuchillo sobre la tabla. Mi corazón empezó a latir más rápido, como si presintiera el golpe antes de recibirlo.

Santiago tragó saliva y, sin mirarme a los ojos, soltó:

—Voy a ser papá…

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Por un momento, no supe si gritarle, abrazarlo o salir corriendo. Él tenía apenas dieciocho años, acababa de terminar la prepa y soñaba con irse a Xalapa a estudiar ingeniería. ¿Cómo podía estarme diciendo esto?

—¿Cómo que vas a ser papá? ¿Con quién? —pregunté, aunque ya lo sospechaba. Sabía que andaba con Mariana, la hija de doña Lupita, la señora que vende tamales en la esquina.

—Con Mariana… Mamá, te juro que fue un error. No sé qué hacer —me dijo, y se le quebró la voz.

Me senté en la silla más cercana. Sentí rabia, tristeza y miedo. Pensé en mi propio padre, que me gritó y me corrió de la casa cuando supo que yo estaba embarazada de Santiago a los diecisiete. Pensé en todo lo que había luchado para que mi hijo tuviera una vida diferente.

—¿Ya lo sabe su mamá? —pregunté.

—No… sólo tú. Mariana está muy asustada.

En ese momento supe que no podía repetir la historia. No podía dejarlo solo ni permitir que otra familia se rompiera por orgullo o vergüenza. Pero tampoco podía evitar sentirme traicionada por sus decisiones.

Esa noche no dormí. Escuchaba los grillos afuera y el murmullo lejano de la carretera. Pensaba en lo que diría la gente del pueblo: doña Rosa, la vecina chismosa; don Ernesto, el panadero; las señoras del grupo de oración. Aquí todos saben todo y nadie olvida nada.

Al día siguiente fui a ver a Mariana. La encontré sentada en el patio de su casa, con los ojos hinchados de tanto llorar. Nos miramos en silencio hasta que ella rompió a llorar otra vez.

—Perdóneme, señora Laura… Yo no quería que esto pasara —me dijo entre sollozos.

La abracé como si fuera mi propia hija. Sentí su miedo y su soledad. Recordé mi propia juventud y las palabras duras que me marcaron para siempre.

Esa tarde hablamos con doña Lupita. Fue una reunión tensa, llena de reproches y silencios incómodos. Ella estaba furiosa, pero también asustada por el futuro de su hija.

—¿Y ahora qué van a hacer? —preguntó doña Lupita, mirando a Santiago con dureza.

—No sé… Yo quiero ayudarla, pero no sé cómo —respondió mi hijo, bajando la cabeza.

Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. La noticia se regó por todo el pueblo como pólvora. En la tienda me miraban raro; en la iglesia sentía las miradas clavadas en mi espalda. Algunos me decían que debía obligar a Santiago a casarse; otros sugerían que Mariana «se fuera un tiempo» con una tía lejana para evitar la vergüenza.

En casa las cosas no mejoraron. Mi esposo Javier se enteró por un amigo antes que por nosotros. Llegó furioso una noche y le gritó a Santiago:

—¡¿Eso te enseñamos?! ¿Así pagas todo nuestro esfuerzo?

Yo traté de calmarlo, pero él se encerró en el cuarto y no salió hasta el día siguiente. Durante días no le dirigió la palabra a nuestro hijo.

Santiago dejó de salir con sus amigos. Se encerraba en su cuarto o salía sólo para ir al trabajo con su tío en la construcción. Mariana dejó la prepa y casi no salía de su casa. Yo trataba de apoyarlos a ambos, pero sentía que me partía en mil pedazos.

Una tarde encontré a Santiago llorando en el patio trasero.

—Mamá… tengo miedo —me dijo—. No sé si voy a poder con esto.

Lo abracé fuerte y le dije:

—Nadie está listo para ser padre tan joven, hijo. Pero aquí estamos para apoyarte… sólo no te rindas.

Poco a poco fuimos reconstruyendo nuestra familia. Javier aceptó hablar con Santiago y juntos buscaron soluciones: él seguiría trabajando medio tiempo y trataría de terminar sus estudios en línea; Mariana recibiría apoyo para cuidar al bebé y terminar la prepa después del parto.

El día que nació Emiliano lloramos todos juntos en el hospital. Vi a mi hijo sostener a su bebé por primera vez y sentí una mezcla de orgullo y tristeza: orgullo porque estaba ahí, enfrentando las consecuencias de sus actos; tristeza porque perdió parte de su juventud demasiado pronto.

Hoy Emiliano tiene dos años. Santiago y Mariana siguen juntos, luchando cada día entre pañales, trabajo y estudios. La gente del pueblo ya no habla tanto; algunos incluso nos han felicitado por no abandonar a nuestros hijos.

A veces me pregunto si hice lo correcto al apoyarlos tanto… ¿Debería haber sido más dura? ¿O acaso el amor es lo único que puede salvarnos cuando todo parece perdido?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿El amor basta para sostener una familia cuando todo parece venirse abajo?