Cuando mi hijo se volvió un extraño: El dolor de una madre latinoamericana

—¡No puedes venir hoy, mamá!— me dijo Samuel al teléfono, con esa voz seca que nunca le conocí de niño. Yo ya tenía el arroz con pollo listo, la mesa puesta y hasta las tortillas recién hechas. Era domingo, nuestro día sagrado desde que él era pequeño y yo apenas podía comprarle un refresco en la pulpería del barrio. Pero ahora, todo había cambiado desde que se casó con Valeria.

Recuerdo el primer día que la trajo a casa. Apenas habían pasado dos semanas desde que se conocieron en una fiesta de la universidad. Valeria entró con paso firme, tacones altos y un vestido tan ajustado que mi suegra, doña Rosa, se persignó al verla. Su maquillaje era tan fuerte como su mirada. Me saludó con un beso al aire y una sonrisa que no llegaba a los ojos. Samuel parecía nervioso, como si temiera que yo dijera algo fuera de lugar.

—Mamá, ella es Valeria— dijo, apretando su mano.

Yo intenté ser amable, pero algo en mi pecho me apretaba. No era celos, era miedo. Miedo de perder a mi hijo, miedo de que esa mujer lo alejara de mí. Pero me callé, porque así nos enseñaron: las madres aguantan todo por sus hijos.

Las semanas pasaron y Samuel empezó a cambiar. Ya no venía los domingos, no me llamaba para preguntarme cómo estaba ni para contarme sus problemas en el trabajo. Si le escribía por WhatsApp, Valeria respondía por él: «Samuel está ocupado» o «No puede hablar ahora». Al principio pensé que era normal, que todo recién casado necesita tiempo para adaptarse. Pero cuando mi nieto nació y me enteré por una foto en Facebook, sentí que el mundo se me venía abajo.

Un día, decidí ir a su casa sin avisar. Caminé bajo el sol ardiente de Tegucigalpa, con las manos sudorosas y el corazón acelerado. Toqué la puerta y fue Valeria quien abrió.

—¿Qué hace aquí doña Marta?— preguntó sin sonreír.

—Vengo a ver a mi hijo y a mi nieto— respondí, tratando de mantener la dignidad.

—Samuel está ocupado y el niño está durmiendo. Mejor venga otro día— dijo, cerrando la puerta casi en mi cara.

Me quedé parada en la acera, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos. ¿En qué momento mi hijo se convirtió en un extraño? ¿Por qué permitía que esa mujer decidiera todo por él?

Esa noche no dormí. Recordé cuando Samuel era pequeño y corría a abrazarme después de la escuela. Cuando lloraba porque los niños del barrio lo molestaban por ser flaquito y yo le prometía que siempre estaría para él. ¿Dónde quedó ese niño? ¿En qué momento se volvió un hombre incapaz de defender a su propia madre?

Pasaron los meses y la distancia entre nosotros se hizo abismo. En Navidad, le mandé un mensaje invitándolo a cenar. Me respondió Valeria: «Este año cenaremos con mi familia». El 10 de mayo, Día de la Madre, recibí un ramo de flores sin tarjeta ni llamada. Mi hermana Lucía me decía que lo dejara ir, que así son los hombres cuando se casan. Pero yo no podía resignarme.

Un día, Samuel vino solo a casa. Lo vi más delgado, con ojeras profundas y una tristeza en los ojos que nunca le había visto.

—Mamá…— murmuró, bajando la mirada.

—¿Qué pasa hijo?— pregunté, acercándome con miedo de romperlo si lo tocaba.

—Valeria dice que no debo venir tanto aquí… Que tú hablas mal de ella…

Sentí rabia y dolor al mismo tiempo.

—¿Y tú qué piensas, Samuel? ¿De verdad crees que yo hablaría mal de la madre de tu hijo?

Él no respondió. Solo se encogió de hombros y miró al suelo.

—Hijo, yo solo quiero verte feliz… Pero siento que te estás perdiendo… Que ya no eres tú…

Samuel se levantó abruptamente.

—Tengo que irme— dijo, saliendo casi corriendo.

Esa noche lloré como nunca antes. Me sentí inútil, invisible, como si mi amor de madre ya no valiera nada frente al poder de esa mujer. Empecé a preguntarme si había fallado como madre, si mi cariño había sido demasiado o demasiado poco.

Los rumores en el barrio crecían: «Dicen que Valeria no deja que Samuel vea a nadie», «Que hasta le revisa el celular». Yo solo asentía en silencio, porque nadie entiende el dolor de una madre hasta que lo vive en carne propia.

Un día recibí una llamada inesperada. Era Samuel.

—Mamá… ¿puedo ir a verte?

Mi corazón saltó de alegría y miedo al mismo tiempo.

Cuando llegó, traía al niño en brazos. Lo miré y sentí una mezcla de amor y tristeza tan grande que apenas pude respirar.

—Mamá… No sé qué hacer… Siento que ya no soy yo… Que vivo para complacerla…

Lo abracé fuerte. Por primera vez en años sentí que mi hijo estaba ahí conmigo, aunque fuera solo por un instante.

—Samuel, nadie puede vivir siendo sombra de otro… Tienes derecho a ser feliz…

Él lloró en silencio mientras yo acariciaba su cabello como cuando era niño.

Desde ese día las cosas no cambiaron mucho afuera, pero sí adentro de mí. Entendí que hay batallas que las madres no pueden pelear por sus hijos; solo pueden esperar con el corazón abierto para cuando ellos decidan regresar.

Hoy sigo esperando cada domingo con arroz con pollo y tortillas frescas. A veces Samuel viene solo, otras veces no viene nadie. Pero siempre dejo un plato extra en la mesa, por si acaso.

¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Cuándo es momento de soltar y dejar que nuestros hijos aprendan por sí mismos? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?