Cuando mi hijo y su esposa se mudaron al lado: el precio de una familia rota

—¿Por qué no me avisaste que venías, Lucía? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras la veía entrar a mi cocina sin siquiera tocar la puerta.

Ella ni siquiera me miró. Abrió la heladera, sacó un yogur y se lo llevó al comedor, como si la casa fuera suya. Yo me quedé parada, con el delantal en la mano, sintiendo cómo el corazón me latía fuerte, como si presintiera que algo estaba a punto de romperse.

Hace seis meses, cuando Santiago y Lucía se mudaron a la casa de al lado, sentí que la vida me daba una segunda oportunidad. Después de enviudar, la soledad se me había pegado a la piel como el frío de las madrugadas en Mendoza. Soñaba con domingos de asado, nietos corriendo entre los árboles del patio, risas que llenaran los huecos de mi casa y de mi alma. Pero la realidad fue otra.

Al principio, Lucía era pura sonrisa. Me traía empanadas, me preguntaba por mi salud, hasta me ayudaba a regar las plantas. Pero poco a poco, su trato cambió. Empezó a venir sin avisar, a tomar cosas sin pedirlas, a hablarme con un tono seco, casi de desprecio. Santiago, mi hijo, parecía no notar nada. O no quería verlo.

Una tarde, mientras barría la vereda, escuché a Lucía hablando por teléfono en el jardín. No sabía que yo estaba cerca. “No aguanto más a la vieja. Se mete en todo. Santiago no hace nada, pero yo no vine a esta ciudad para ser la niñera de su mamá.” Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Me apoyé en la escoba, tragando lágrimas. ¿Eso pensaba de mí? ¿Eso era para ella?

Esa noche no pude dormir. Recordé cuando Santiago era chico y me abrazaba fuerte, cuando lloraba por miedo a la tormenta y yo le cantaba hasta que se dormía. ¿En qué momento me convertí en una carga? ¿Cuándo mi hijo dejó de defenderme?

Los días siguientes, traté de mantener la distancia. Pero Lucía parecía disfrutar haciéndome sentir invisible. Un día, llegó con su madre, doña Marta, una mujer de voz fuerte y mirada dura. Se sentaron en mi patio, tomaron mate y hablaron de mí como si yo no estuviera. “Pobrecita, está sola, pero tampoco hay que dejar que se meta en todo”, dijo Marta. Lucía asintió, y yo sentí una punzada en el pecho.

Intenté hablar con Santiago. Lo invité a cenar, preparé su guiso favorito. Cuando llegó, lo vi cansado, con los hombros caídos. Le serví el plato y, mientras comía, le dije:

—Santi, ¿vos estás bien? ¿Lucía te trata bien?

Él levantó la vista, sorprendido.

—¿Por qué preguntás eso, mamá?

—No sé… la noto rara conmigo. Siento que no le caigo bien.

Santiago suspiró, dejó la cuchara en el plato.

—Mamá, Lucía está estresada. El trabajo, la mudanza… No te lo tomes personal. A veces sos un poco… intensa.

Sentí que me clavaba un puñal. ¿Intensa? ¿Por querer estar cerca de mi hijo? ¿Por querer ayudar?

Esa noche lloré en silencio. No quería que nadie me viera débil. Pero la tristeza se me metió en los huesos. Empecé a evitar salir al patio, a no asomarme a la ventana cuando escuchaba sus voces. Me refugié en mis plantas, en mis recuerdos, en las fotos viejas de Santiago cuando era niño.

Un domingo, escuché gritos en la casa de al lado. Lucía y Santiago discutían. Me acerqué a la medianera, sin querer escuchar pero sin poder evitarlo.

—¡No soporto más a tu mamá! —gritó Lucía—. ¡Siempre está ahí, mirando, opinando, metiéndose!

—¡Es mi mamá! —respondió Santiago—. ¡No puedo dejarla sola!

—¡Pues yo no vine a vivir al lado de tu mamá! ¡O ella o yo!

Sentí que el mundo se me venía abajo. Me senté en el suelo, abrazando las rodillas. ¿Cómo podía ser que el amor que tanto había dado ahora fuera motivo de pelea?

Esa noche, Santiago vino a verme. Tenía los ojos rojos.

—Mamá, Lucía quiere que nos mudemos. Dice que no puede más.

No supe qué decir. Solo lo abracé. Sentí que lo perdía, que la familia que tanto soñé se desmoronaba por mi culpa. ¿Era mi culpa?

Pasaron los días. Santiago y Lucía se mudaron a un departamento en el centro. La casa de al lado quedó vacía, como mi corazón. Los domingos son silenciosos. Ya no hay risas, ni asados, ni nietos corriendo. Solo el eco de lo que pudo haber sido.

A veces me pregunto si hice bien en querer estar tan cerca. Si el amor de madre puede ser demasiado. Si la soledad es el precio que pagamos por esperar demasiado de quienes amamos.

¿Dónde se rompe una familia? ¿En qué momento el amor se convierte en distancia? ¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena callar para no perder a los que más queremos?